viernes, 24 de agosto de 2012

Venus de Milo


¡Bendito sea el campesino griego cuya azada desenterró a la diosa sepultada desde hace dos mil años en un campo de trigo! Gracias a él, la idea de belleza se ha elevado a una altura sublime, y el mundo plástico ha encontrado su reina.
El ojo humano no ha contemplado jamás  formas tan perfectas como las de la Venus de Milo. Sus cabellos, negligentemente atados, ondulan como las ondas de un mar en reposo. Ligeras cintas de pelo recortan su frente, ni muy arriba ni muy abajo, haciéndonos concebir que es ella la morada de un pensamiento divino, único, inmutable. Sus ojos se hunden bajo la arcada profunda de las pestañas, que los cubren con su sombra y los dotan de la sublime ceguera de los dioses, cuya mirada, ciega para el mundo exterior, retira de ella la luz, para difundirla por todos los puntos de su ser. Su nariz se une a la frente por el contorno recto y puro que constituye la línea de la belleza. A su boca entreabierta y cruzada por los ángulos, anima el claro-oscuro que proyecta sobre ella el labio superior, y exhala el soplo no interrumpido de la vida inmortal. El ligero movimiento de la boca acusa la redondez grandiosa de la barba, imperceptiblemente aplanada por debajo.
Fluye la belleza de su cabeza divina y se esparce por todo el cuerpo como una claridad.
La belleza sublime es la hermosura inefable.
¿Con qué palabras expresaremos en nuestros idiomas la majestad de ese mármol, tres veces sagrado, la atracción mezclada de terror que inspira, el ideal soberbio e ingenuo que revela?

                       PAUL DE SAINT-VICTOR

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