jueves, 4 de diciembre de 2014

El hambre MANUEL MUJICA LAINEZ



El hambre

Manuel Mujica Lainez

Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Ganadores "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"



Ganadores "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"


Primer Premio:
Liz Haedo
Cuento:
Cubierta de arena
Premio:
Gs. 4.000.000 más 80 ejemplares del libro "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"




Segundo Premio:
Blas Brítez
Cuento:
La fugacidad del auxiliar contable
Premio:
Gs. 2.000.000 más 60 ejemplares del libro "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"



Primera Mención:
Eleni Riveros Iglecias 
Cuento:
Victoria
Premio:
Gs. 1.000.000 más 40 ejemplares del libro "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"

Segunda Mención:
Víctor Villasboa Chávez
Cuento:
Bajo el puente
Premio:
Gs. 1.000.000 más 30 ejemplares del libro "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"

Tercera Mención:
Sergio Abel Alvarenga
Cuento:
Mosca Expiatoria
Premio:
Gs. 1.000.000 más 20 ejemplares del libro "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"

Cuarta Mención:
Carlos Cáceres Fusillo
Cuento:
Usuario Conectado
Premio:
Gs. 1.000.000 más 10 ejemplares del libro "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"

Quinta Mención:
Erasmo Fonseca Cáceres
Cuento:
Debut
Premio:
Gs. 1.000.000 más 10 ejemplares del libro "Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014"



Además, el Jurado eligió a cuatro obras como menciones especiales. Las mismas serán publicadas en el libro de la 8va. Edición.

Cuento
 Memorias del obraje
Autora
Olga Bertinat Porro


Cuento
 AileruA
Autor
Christhian Velázquez


Cuento
El último visitante
Autor
Raúl Silva Alonso


Cuento
Anatomía de un secuestro
Autora
Silvia Borba de Ocampo

martes, 25 de noviembre de 2014

El hombre que calculaba.Malba Tahan

CAPÍTULO III: DONDE SE NARRA LA SINGULAR AVENTURA DE LOS 35 CAMELLOS QUE TENÍAN QUE SER REPARTIDOS ENTRE TRES HERMANOS ÁRABES. CÓMO BEREMIZ SAMIR, EL HOMBRE QUE CALCULABA, EFECTUÓ UN REPARTO QUE PARECÍA IMPOSIBLE, DEJANDO PLENAMENTE SATISFECHOS A LOS TRES QUERELLANTES.
EL LUCRO INESPERADO QUE OBTUVIMOS CON LA TRANSACCIÓN.

    Hacía pocas horas que viajábamos sin detenernos cuando nos ocurrió una aventura digna de ser relatada, en la que mi compañero Beremiz, con gran talento, puso en práctica sus habilidades de eximio cultivador del álgebra.

    Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, vimos tres hombres que discutían acaloradamente junto a un hato de camellos.
    Entre gritos e improperios, en plena discusión, braceando como posesos, se oían exclamaciones:
-¡Que no puede ser!
-¡Es un robo!
-¿Pues yo no estoy de acuerdo!
    El inteligente Beremiz procuró informarse de lo que discutían.
-Somos hermanos, explicó el más viejo, y recibimos como herencia esos 35 camellos.Según voluntad expresa de mi padre, me corresponde la mitad, a mi hermano Hamet Namir una tercera parte y a Harim, el más joven, sólo la novena parte. No sabemos, sin embargo, cómo efectuar la partición y a cada reparto propuesto por uno de nosotros sigue la negativa de los otros dos. Ninguna de las particiones ensayadas hasta el momento, nos ha ofrecido un resultado aceptable. Si la mitad de 35 es 17 y medio, si la tercera parte y también la novena de dicha cantidad tampoco son exactas ¿cómo proceder a tal partición?
-Muy sencillo, dijo el Hombre que Calculaba. Yo me comprometo a hacer con justicia ese reparto, mas antes permítanme que una a esos 35 camellos de la herencia este espléndido animal que nos trajo aquí en buena hora.
    En este punto intervine en la cuestión.
-¿Cómo voy a permitir semejante locura? ¿Cómo vamos a seguir el viaje si nos quedamos sin el camello?
-No te preocupes, bagdalí, me dijo en voz baja Beremiz.Sé muy bien lo que estoy haciendo. Cédeme tu camello y verás a qué conclusión llegamos.
    Y tal fue el tono de seguridad con que lo dijo que le entregué sin el menor titubeo mi bello jamal (1), que, inmediatamente, pasó a incrementar la cáfila (2) que debía ser repartida entre los tres herederos.
-Amigos míos, dijo, voy a hacer la división justa y exacta de los camellos, que como ahora ven son 36.
Y volviéndose hacia el más viejo de los hermanos, habló así:
-Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es: 17 y medio. Pues bien, recibirás la mitad de 36 y, por tanto, 18. Nada tienes que reclamar puesto que sales ganando con esta división.
   Y dirigiéndose al segundo heredero, continuó:
-Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y poco más. Recibirás un tercio de 36, esto es, 12. No podrás protestar, pues también tú sales ganando en la división.
    Y por fin dijo al más joven:
-Y tú, joven Harim Namir, según la última voluntad de tu padre, tendrías que recibir una novena parte de 35, o sea 3 camellos y parte del otro. Sin embargo, te daré la novena parte de 36 o sea, 4. Tu ganancia será también notable y bien podrás agradecerme el resultado.
    Y concluyó con la mayor seguridad:
-Por esta ventajosa división que ha todos ha favorecido, corresponden 18 camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un resultado -18+12+4 - de 34 camellos. De los 36 camellos sobran por tanto dos. Uno, como saben, pertenece al bagdalí, mi amigo y compañero; otro es justo que me corresponda, por haber resuelto a satisfacción de todos el complicado problema de la herencia.
-Eres inteligente, extranjero, exclamó el más viejo de los tres hermanos, y aceptamos tu división con la seguridad de que fue hecha con justicia y equidad.
    Y el astuto Beremiz -el Hombre que Calculaba- tomó posesión de uno de los más bellos jamales del hato, y me dijo entregándome por la rienda el animal que me pertenecía:
-Ahora podrás, querido amigo, continuar el viaje en tu camello, manso y seguro. Tengo otro para mi especial servicio.
    Y seguimos camino hacia Bagdad.

(1) Jamal. Una de las denominaciones que los árabes dan al camello.
(2) Cáfila. Grupo numeroso de animales.


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Malba Tahan
Julio César de Mello y Souza, más conocido por su seudónimo Malba Tahan, fue un profesor y escritor brasileño, conocido por sus libros sobre las ciencias matemáticas, en particular por El hombre que calculaba.

martes, 26 de agosto de 2014

Abandono y desinterés




    El domingo pasado me sentí impotente.  ¡Cuántos  monumentos históricos de nuestro país se encuentran destruidos y caen en pedazos! 
En la Estación Ybytymi: destrozos y bosta.
Estación Félix Pérez Cardoz
    La Estación Félix Perez Cardozo, antigua Estación Hyaty fue el primer lugar visitado: el techo destartalado y con las vigas expuestas al sol y a la lluvia  es un pequeño coloso que se resiste al olvido. Lo que en otros países se conserva con primor para contar la historia a generaciones futuras, aquí se destruye y se condena al abandono y a la decadencia. El local sin puertas y sin ventanas es un esqueleto que perdura y que quiere contarnos hechos  de trenes  antiguos que con su labor diaria trajinaban  con sueños y realidades.

Estación Ybytymi
     Más adelante llegamos a la Estación Ybytymi, ahí recordé una canción del folclore uruguayo llamada “Del Templao” del autor Rubén Lena donde dice “…que ahora sirve de echadero donde descansa el ganao” sí, era como un establo antiguo, pues estaba lleno de bosta de vaca regada por todo el piso. Sus paredes gruesas y descascaradas aún guardan magia, un encanto que al estado no le interesa conservar ni proteger. Siempre se habla de que faltan rubros para la cultura, sin embargo, en puestos públicos donde un jardinero de Itaipú  gana 5 veces más que un maestro, o un jefe de fotocopias del senado gana más que un investigador de la Universidad Nacional, nos revela que no es que falten rubros, simplemente es una desfachatez, una falta total de vergüenza de esa manga de atorrantes que están al frente de este país. 
Estación Caballero

Al llegar a la Estación Caballero mi ánimo cambió, me sentí alegre, pues en el edificio bastante bien conservado funciona el Centro Cultural Guavirá Poty. Quiere decir que si se quiere se puede.¿ Por qué las otras estaciones no se conservan así? ¿Por qué el Estado espera tanto para destinar fondos para conservar el Patrimonio Cultural? Para gastos superfluos  de campañas políticas siempre hay plata, para quemarla en fuegos artificiales repiqueteando al son de bandas musicales también, pero para lo que realmente importa nunca hay. Bueno... ¡que puede esperar la cultura si para lo esencial como lo son la salud y la educación se pasan recortando presupuestos!
Centro Cultural Guavirá Poty

    Seguimos nuestro camino y llegamos a la Estación Sapucay, muy importante  porque allí funcionaban  los Talleres y se asentaba la “Villa Inglesa” con técnicos venidos de Inglaterra encargados de mantener las vías y los trenes ( hoy de la villa se rescatan algunas construcciones en pie completamente destartaladas).
En la entrada, apenas un funcionario que cobraba por la visita. Ningún guía para llevarnos a recorrer lo que hoy es el taller - museo y una casa- museo que guarda reliquias, asientos de trenes, libros, y otros artefactos de valor histórico. Sin embargo allí tampoco había cuidador o persona que resguardase esos bienes patrimoniales. Varios visitantes recorrían el lugar, con niños que toqueteaban todo y adultos sentándose en lugares prohibidos, simplemente  para sacarse fotos. Mi ánimo volvió a decaer.
Al salir le dije al funcionario-cobrador si allí no había alguna persona encargada de cuidar las reliquias del museo y me dijo que no, a ellos ya se le dijo mucho pero no hacen caso, refiriéndose a las autoridades de la Secretaría de Turismo.
Si yo hubiese querido traer de allí boletos viejos de tren, botellitas antiguas o cualquier otro objeto, podría haberlos sustraído y nadie se hubiese percatado. Las historias que guardan esos objetos podrían quedar en manos de coleccionadores privados o de cualquier niño que las tomó como si fuesen un objeto cualquiera y después irían a parar a la basura. Ojalá que algún día tengamos una autoridad que solucione los problemas del presente y que proteja el pasado, para conservar  la historia.
Si esa falta de cuidado e interés  por nuestro patrimonio cultural  sigue así, ojalá que el Brasil no devuelva nunca los trofeos de guerra que pertenecen al Paraguay, por lo menos allá todavía existen, quizás si estaban por acá ya se hubiesen destruido o  estarían  adornando la sala de algún coleccionador privado o del mejor postor.
Estación Sapucay
Estación Sapucay


viernes, 20 de junio de 2014

40 años de YO EL SUPREMO

Yo El Supremo de Augusto Roa Bastos cumple 40 años. El pasado 15 de junio el escritor Damián Cabrera escribió un artículo para el Diario ABC Color que transcribo en el Blog.
Y si el libro arroja sombra
Desde São Paulo, Brasil: DAMIÁN CABRERA (Asunción, 1984). Novelista, ensayista, narrador que actualmente vive en Brasil, donde cursa estudios de posgrado en la Universidad de São Paulo, ha publicado, entre otras obras, Xirú, Premio de Novela «Roque Gaona» 2012, y figura en antologías como Los chongos de Roa Bastos: Nueva Narrativa Paraguaya (Santiago Arcos, Buenos Aires, 2011), la primera antología argentina de narrativa paraguaya contemporánea. 

Muchos calificativos aplicados a Yo El Supremo, de Augusto Roa Bastos, no superan el parafraseo que el propio título de la novela impone y las imágenes que, en torno a esta, autor y editores han edificado. Cómo dudar, entonces, y qué más decir bajo la sombra del naranjo.
Un movimiento de procedencia bastante múltiple, una carga pesadísima y densa cuya potencia se concentró en la novela de Roa Bastos para instituir en la escena literaria de Paraguay una peculiar hegemonía; sería quizás, si no el único, el más paradigmático ejercicio instaurador de aura de la tardía modernidad paraguaya; una de las primeras supremacías autorales, y también –para algunos– la única y definitiva.
Roa Bastos es un escritor que es muchos, y que ya era autor antes de Yo El Supremo (en el sentido foucaultiano de autoridad que tiene qué decir y que tiene la capacidad de decir y delimitar su obra), pero con esta novela, más que con Hijo de Hombre, los procedimientos autorizantes del escritor y auratizantes de su obra maestra parecen una cita de la propia metáfora ficcional, un seguir el derrotero indicado; y es que –nunca sabremos si así lo dispuso adrede Roa– la novela anticipa todo discurso sobre sí misma, comenzando por el título.
YO EL SUPREMO
Conozco el procedimiento metonímico por medio del cual el título de una obra se asigna a su autor rebautizándolo: llegado a este punto, se producen sobre el sujeto que escribe una transmutación y un cierre identitario: la obra completa al autor, y también lo consume; cómo no pensar en esta reasignación identitaria de Roa, en su renombre: ya hacía bastante tiempo que Roa Bastos había recibido el elogioso apodo de “El Supremo”, con el cual lo han evocado desde periodistas hasta críticos, y otros colegas. Pero la escena es de celos y recelos: ese nombre que parece calzarle tan bien al perfil de Gaspar Rodríguez de Francia (dos veces personaje: retratado pero antes bien refractado en la novela de Roa Bastos), al autor le sienta de un modo distinto: frente a la figura pública que era Roa –sus palabras pausadas y su voz cansina, una humildad exacerbada ante los ojos y oídos de sus lectores– el calificativo experimenta un desvío. Pero cómo no hablar de su escritura.
Yo El Supremo es una novela polifónica, pero en la que se produce una hegemonía de la primera persona: allí está la voz prescriptiva y apelativa del dictador en la nota “de puño y letra”, pero también el monólogo interior y sus soliloquios. El Supremo tiene una voz y un tono grandilocuentes que se corresponden con su propia grandilocuencia, que por veces apenas aparecen como impostaciones dramáticas, que desvían la atmósfera obscura en la que transcurre el relato para que la aparición del humor produzca perforaciones. Pero es sobre todo esa obscuridad en la que está embebido el texto la que arroja un halo persistente de sombra, la que deja una huella y una permanencia.
Quizás mi experiencia como lector también esté signada, más allá de la textura del relato, por otras apariencias. (La tapa de la primera edición de Yo El Supremo que leí estaba ilustrada con una xilopintura de Carlos Colombino, de la serie Paraguay, de 1990: las vetas de la madera, que en todo se me antojaban vetas de una roca marrón, de un ladrillo jesuítico rojizo, dibujaban la silueta de un rostro que a su vez estaba atravesado por costuras, suturas desordenadas y expiatorias: un rostro que se me antojaba hombre pero que también se me antojaba montaña, un monumento con laderas). Se suma la complejidad que una lectura como la de Yo El Supremo supone para un niño con escasa formación lectora: la imposibilidad, el título, la ilustración, el discurso sobre, el recorte metonímico: todo esto terminó configurando en el imaginario de muchos la idea de una obra monumental. Y los monumentos arrojan sombra.
BAJO LA SOMBRA DEL MANGO
“Bajo la sombra del mango nada crece”, habrán observado algunos, y no pocos, para referirse a Roa, y también a su obra. Me arriesgo, sin embargo, a objetar la objeción. Opino que los escritores, los artistas, como mortales que son, mueren de muerte natural, igual que cualquiera. La inmortalidad también es temporal, y tal cosa como crecer a la sombra es muy distinta a crecer a pesar de la sombra. Para que la posibilidad sea tal, hay que tratar de hacer, y hacer puede ser más difícil que destruir; aunque se pueda convenir en que destruir también es una difícil forma de hacer.
En la inmediatez de la contemporaneidad seguramente habría sido muy difícil hacer, y hacer visible, ante la omnipresencia umbría de un nombre, pero hay una literatura contemporánea que ha sabido hacerse y decirse en los bordes difusos de esa sombra, construyendo sus propios derroteros. Pero ya no es tiempo de autonomías y hegemonías, de superhombres y de sombras: es la hora de los negros.
damiancabrera@usp.br

jueves, 19 de junio de 2014

19 de junio: Día del Árbol

Hoy se conmemora el Día del Árbol.
Buscando en mis archivos encontré esta foto de una hermosa villetana en flor que crecía en mi patio.
Ya no está, se fue secando hasta morir y la tuvimos que cortar. En su lugar, bien al costado del recuerdo de su tronco, crece ahora un guayabo. 


miércoles, 18 de junio de 2014

Casi cien días de soledad

Es hora de que diga algo. ¡Qué puedo decir! ¿Que el genio se ha ido? ¿Que no está más aquí?

Primero fue la  angustia de saber que sufría una enfermedad cruel: la demencia senil. Esa mente cargada de fantasía, llena de recovecos mágicos vivía poco a poco el castigo de un laberinto sin salida.

Luego fue la enfermedad y  la muerte...y hago mías las palabras de José Carbajal cuando dice "...que esta puta, vieja y fría nos tumba sin avisar".
Y le tumbó al genio, a mi amado inspirador. Se lo llevó lejos de Macondo o quizás lo acercó más a él guiado por el astrolabio, de la mano de Melquíades.
Quizás se encuentre caminando por sus calles  jóvenes como el pueblo, mirando el río de aguas diáfanas, que se deslizan sobre piedras que asemejan a huevos prehistóricos.
No lo sé, pues el misterio de la muerte es arcano.

El escritor no está más aquí. Apenas me quedan un montón de libros:  sus ideas fantásticas grabadas en papel. Y en el alma,  la angustia y el desespero de saber que en este mundo ya no podré darle el abrazo que hubiera querido, el apretón de manos y las palabras... ¡Tantos elogios y preguntas se retuercen en mi garganta! Pero la vida es así, y a veces los sueños se cumplen y otras veces no. El sueño de conocerlo se esfumó pues sé que en esta vida ya no será.

*Gabriel García Márquez nació en 1928 en Aracataca, un pequeño pueblo de Colombia. Cursó el Bachillerato en Bogotá, en un colegio jesuita.
La hojarasca, su primera novela, es de 1955. A ésta le sigue un libro de cuentos, Los funerales de la Mamá Grande (1961). Pero su consagración literaria se produce con Cien años de soledad, novela que la Editorial Sudamericana publica por primera vez en 1967. A partir de esa fecha, la fama de Gabriel García Márquez no ha dejado de crecer.
Recibió numerosos premios entre los que se destaca el II Rómulo Gallegos en 1973.
En 1982, el reconocimiento mundial hace que se lo galardone con el Premio Nobel.
Murió el 17 de abril de 2014 en la Ciudad de Méjico

martes, 21 de enero de 2014

Los Aché de Puerto Barra

Tapa del trabajo realizado en el año 2008. Una de las metas para 2014 es darle continuidad a este trabajo y obtener nuevos datos.

jueves, 2 de enero de 2014

Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez nació en Aracataca (Magdalena), el 6 de marzo de 1927. Creció como niño único entre sus abuelos maternos y sus tías, pues sus padres, el telegrafista Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez, se fueron a vivir, cuando Gabriel sólo contaba con cinco años, a la población de Sucre, donde don Gabriel Eligio montó una farmacia y donde tuvieron a la mayoría de sus once hijos.
Los abuelos eran dos personajes bien particulares y marcaron el periplo literario del futuro Nobel: el coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días, le contaba al pequeño Gabriel infinidad de historias de su juventud y de las guerras civiles del siglo XIX, lo llevaba al circo y al cine, y fue su cordón umbilical con la historia y con la realidad. Doña Tranquilina Iguarán, su cegatona abuela, se la pasaba siempre contando fábulas y leyendas familiares, mientras organizaba la vida de los miembros de la casa de acuerdo con los mensajes que recibía en sueños: ella fue la fuente de la visión mágica, supersticiosa y sobrenatural de la realidad. Entre sus tías la que más lo marcó fue Francisca, quien tejió su propio sudario para dar fin a su vida.
Gabriel García Márquez aprendió a escribir a los cinco años, en el colegio Montessori de Aracataca, con la joven y bella profesora Rosa Elena Fergusson, de quien se enamoró: fue la primera mujer que lo perturbó. Cada vez que se le acercaba, le daban ganas de besarla: le inculcó el gusto de ir a la escuela, sólo por verla, además de la puntualidad y de escribir una cuartilla sin borrador. 

En ese colegio permaneció hasta 1936, cuando murió el abuelo y tuvo que irse a vivir con sus padres al sabanero y fluvial puerto de Sucre, de donde salió para estudiar interno en el colegio San José, de Barranquilla, donde a la edad de diez años ya escribía versos humorísticos. En 1940, gracias a una beca, ingresó en el internado del Liceo Nacional de Zipaquirá, una experiencia realmente traumática: el frío del internado de la Ciudad de la Sal lo ponía melancólico, triste. Permaneció siempre con un enorme saco de lana, y nunca sacaba las manos por fuera de sus mangas, pues le tenía pánico al frío.
Sin embargo, a las historias, fábulas y leyendas que le contaron sus abuelos, sumó una experiencia vital que años más tarde sería temática de la novela escrita después de recibir el premio Nobel: el recorrido del río Magdalena en barco de vapor. En Zipaquirá tuvo como profesor de literatura, entre 1944 y 1946, a Carlos Julio Calderón Hermida, a quien en 1955, cuando publicó La hojarasca, le obsequió con la siguiente dedicatoria: "A mi profesor Carlos Julio Calderón Hermida, a quien se le metió en la cabeza esa vaina de que yo escribiera". Ocho meses antes de la entrega del Nobel, en la columna que publicaba en quince periódicos de todo el mundo, García Márquez declaró que Calderón Hermida era "el profesor ideal de Literatura".
En los años de estudiante en Zipaquirá, Gabriel García Márquez se dedicaba a pintar gatos, burros y rosas, y a hacer caricaturas del rector y demás compañeros de curso. En 1945 escribió unos sonetos y poemas octosílabos inspirados en una novia que tenía: son uno de los pocos intentos del escritor por versificar. En 1946 terminó sus estudios secundarios con magníficas calificaciones.
Estudiante de leyes
En 1947, presionado por sus padres, se trasladó a Bogotá a estudiar derecho en la Universidad Nacional, donde tuvo como profesor a Alfonso López Michelsen y donde se hizo amigo de Camilo Torres Restrepo. La capital del país fue para García Márquez la ciudad del mundo (y las conoce casi todas) que más lo impresionó, pues era una ciudad gris, fría, donde todo el mundo se vestía con ropa muy abrigada y negra. Al igual que en Zipaquirá, García Márquez se llegó a sentir como un extraño, en un país distinto al suyo: Bogotá era entonces "una ciudad colonial, (...) de gentes introvertidas y silenciosas, todo lo contrario al Caribe, en donde la gente sentía la presencia de otros seres fenomenales aunque éstos no estuvieran allí".
El estudio de leyes no era propiamente su pasión, pero logró consolidar su vocación de escritor, pues el 13 de septiembre de 1947 se publicó su primer cuento, La tercera resignación, en el suplemento Fin de Semana, nº 80, de El Espectador, dirigido por Eduardo Zalamea Borda (Ulises), quien en la presentación del relato escribió que García Márquez era el nuevo genio de la literatura colombiana; las ilustraciones del cuento estuvieron a cargo de Hernán Merino. A las pocas semanas apareció un segundo cuento: Eva está dentro de un gato.
En la Universidad Nacional permaneció sólo hasta el 9 de abril de 1948, pues, a consecuencia del "Bogotazo", la Universidad se cerró indefinidamente. García Márquez perdió muchos libros y manuscritos en el incendio de la pensión donde vivía y se vio obligado a pedir traslado a la Universidad de Cartagena, donde siguió siendo un alumno irregular. Nunca se graduó, pero inició una de sus principales actividades periodísticas: la de columnista. Manuel Zapata Olivella le consiguió una columna diaria en el recién fundado periódico El Universal.
El Grupo de Barranquilla
A principios de los años cuarenta comenzó a gestarse en Barranquilla una especie de asociación de amigos de la literatura que se llamó el Grupo de Barranquilla; su cabeza rectora era don Ramón Vinyes. El "sabio catalán", dueño de una librería en la que se vendía lo mejor de la literatura española, italiana, francesa e inglesa, orientaba al grupo en las lecturas, analizaba autores, desmontaba obras y las volvía a armar, lo que permitía descubrir los trucos de que se servían los novelistas. La otra cabeza era José Félix Fuenmayor, que proponía los temas y enseñaba a los jóvenes escritores en ciernes (Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, entre otros) la manera de no caer en lo folclórico.
Gabriel García Márquez se vinculó a ese grupo. Al principio viajaba desde Cartagena a Barranquilla cada vez que podía. Luego, gracias a una neumonía que le obligó a recluirse en Sucre, cambió su trabajo en El Universal por una columna diaria en El Heraldo de Barranquilla, que apareció a partir de enero de 1950 bajo el encabezado de "La girafa" y firmada por "Septimus". 

En el periódico barranquillero trabajaban Cepeda Samudio, Vargas y Fuenmayor. García Márquez escribía, leía y discutía todos los días con los tres redactores; el inseparable cuarteto se reunía a diario en la librería del "sabio catalán" o se iba a los cafés a beber cerveza y ron hasta altas horas de la madrugada. Polemizaban a grito herido sobre literatura, o sobre sus propios trabajos, que los cuatro leían. Hacían la disección de las obras de Defoe, Dos Passos, Camus, Virginia Woolf y William Faulkner, escritor este último de gran influencia en la literatura de ficción de América Latina y muy especialmente en la de García Márquez, como él mismo reconoció en su famoso discurso "La soledad de América Latina", que pronunció con motivo de la entrega del premio Nobel en 1982: William Faulkner había sido su maestro. Sin embargo, García Márquez nunca fue un crítico, ni un teórico literario, actividades que, además, no son de su predilección: él prefirió y prefiere contar historias.
En esa época del Grupo de Barranquilla, García Márquez leyó a los grandes escritores rusos, ingleses y norteamericanos, y perfeccionó su estilo directo de periodista, pero también, en compañía de sus tres inseparables amigos, analizó con cuidado el nuevo periodismo norteamericano. La vida de esos años fue de completo desenfreno y locura. Fueron los tiempos de La Cueva, un bar que pertenecía al dentista Eduardo Vila Fuenmayor y que se convirtió en un sitio mitológico en el que se reunían los miembros del Grupo de Barranquilla a hacer locuras: todo era posible allí, hasta las trompadas entre ellos mismos.
También fue la época en que vivía en pensiones de mala muerte, como El Rascacielos, edificio de cuatro pisos, ubicado en la calle del Crimen, que alojaba también un prostíbulo. Muchas veces no tenía el peso con cincuenta para pasar la noche; entonces le daba al encargado sus mamotretos, los borradores de La hojarasca, y le decía: "Quédate con estos mamotretos, que valen más que la vida mía. Por la mañana te traigo plata y me los devuelves".
Los miembros del Grupo de Barranquilla fundaron un periódico de vida muy fugaz, Crónica, que según ellos sirvió para dar rienda suelta a sus inquietudes intelectuales. El director era Alfonso Fuenmayor, el jefe de redacción Gabriel García Márquez, el ilustrador Alejandro Obregón, y sus colaboradores fueron, entre otros, Julio Mario Santo domingo, Meira del Mar, Benjamín Sarta, Juan B. Fernández y Gonzalo González.
Periodismo y literatura
A principios de 1950, cuando ya tenía muy adelantada su primera novela, titulada entonces La casa, acompañó a doña Luisa Santiaga al pequeño, caliente y polvoriento Aracataca, con el fin de vender la vieja casa en donde él se había criado. Comprendió entonces que estaba escribiendo una novela falsa, pues su pueblo no era siquiera una sombra de lo que había conocido en su niñez; a la obra en curso le cambió el título por La hojarasca, y el pueblo ya no fue Aracataca, sino Macondo, en honor de los corpulentos árboles de la familia de las bombáceas, comunes en la región y semejantes a las ceibas, que alcanzan una altura de entre treinta y cuarenta metros.
En febrero de 1954 García Márquez se integró en la redacción de El Espectador, donde inicialmente se convirtió en el primer columnista de cine del periodismo colombiano, y luego en brillante cronista y reportero. El año siguiente apareció en Bogotá el primer número de la revista Mito, bajo la dirección de Jorge Gaitán Durán.
Duró sólo siete años, pero fueron suficientes, por la profunda influencia que ejerció en la vida cultural colombiana, para considerar que Mito señala el momento de la aparición de la modernidad en la historia intelectual del país, pues jugó un papel definitivo en la sociedad y cultura colombianas: desde un principio se ubicó en la contemporaneidad y en la cultura crítica. Gabriel García Márquez publicó dos trabajos en la revista: un capítulo de La hojarasca, el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo (1955), y El coronel no tiene quien le escriba (1958). En realidad, el escritor siempre ha considerado que Mito fue trascendental; en alguna ocasión dijo a Pedro Gómez Valderrama: "En Mito comenzaron las cosas".
En ese año de 1955, García Márquez ganó el primer premio en el concurso de la Asociación de Escritores y Artistas; publicó La hojarasca y un extenso reportaje, por entregas, Relato de un náufrago, el cual fue censurado por el régimen del general Gustavo Rojas Pinilla, por lo que las directivas de El Espectador decidieron que Gabriel García Márquez saliera del país rumbo a Ginebra, para cubrir la conferencia de los Cuatro Grandes, y luego a Roma, donde el papa Pío XII aparentemente agonizaba. En la capital italiana asistió, por unas semanas, al Centro Sperimentale di Cinema.
Rondando por el mundo
Cuatro años estuvo ausente de Colombia. Vivió una larga temporada en París, y recorrió Polonia y Hungría, la República Democrática Alemana, Checoslovaquia y la Unión Soviética. Continuó como corresponsal de El Espectador, aunque en precarias condiciones, pues si bien escribió dos novelas, El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, vivía pobre a morir, esperando el giro mensual que El Espectador debía enviar pero que demoraba debido a las dificultades del diario con el régimen de Rojas Pinilla. Esta situación se refleja en El coronel, donde se relata la desesperanza de un viejo oficial de la guerra de los Mil Días aguardando la carta oficial que había de anunciarle la pensión de retiro a que tiene derecho. Además, fue corresponsal de El Independiente, cuando El Espectador fue clausurado por la dictadura, y colaboró también con la revista venezolana Élite y la colombianísima Cromos.
Su estancia en Europa le permitió a García Márquez ver América Latina desde otra perspectiva. Le señaló las diferencias entre los distintos países latinoamericanos, y tomó además mucho material para escribir cuentos acerca de los latinos que vivían en la ciudad luz. Aprendió a desconfiar de los intelectuales franceses, de sus abstracciones y esquemáticos juegos mentales, y se dio cuenta de que Europa era un continente viejo, en decadencia, mientras que América, y en especial Latinoamérica, era lo nuevo, la renovación, lo vivo.
A finales de 1957 fue vinculado a la revista Momento y viajó a Venezuela, donde pudo ser testigo de los últimos momentos de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. En marzo de 1958, contrajo matrimonio en Barranquilla con Mercedes Barcha, unión de la que nacieron dos hijos: Rodrigo (1959), bautizado en la Clínica Palermo de Bogotá por Camilo Torres Restrepo, y Gonzalo (1962). Al poco tiempo de su matrimonio, de regreso a Venezuela, tuvo que dejar su cargo en Momento y asumir un extenuante trabajo en Venezuela Gráfica, sin dejar de colaborar ocasionalmente en Élite.
Pese a tener poco tiempo para escribir, su cuento Un día después del sábado fue premiado. En 1959 fue nombrado director de la recién creada agencia de noticias cubana Prensa Latina. En 1960 vivió seis meses en Cuba y al año siguiente fue trasladado a Nueva York, pero tuvo grandes problemas con los cubanos exiliados y finalmente renunció. Después de recorrer el sur de Estados Unidos se fue a vivir a México. No sobra decir que, luego de esa estadía en Estados Unidos, el gobierno de ese país le denegó el visado de entrada, porque, según las autoridades, García Márquez estaba afiliado al partido comunista. Sólo en 1971, cuando la Universidad de Columbia le otorgó el título de doctor honoris causa, le dieron un visado, aunque condicionado. 

Recién llegado a México, donde García Márquez ha vivido muchos años de su vida, se dedicó a escribir guiones de cine y durante dos años (1961-1963) publicó en las revistas La Familia y Sucesos, de las cuales fue director. De sus intentos cinematográficos el más exitoso fue El gallo de oro (1963), basado en un cuento del mismo nombre escrito por Juan Rulfo, y que García Márquez adaptó con el también escritor Carlos Fuentes. El año anterior había obtenido el premio Esso de Novela Colombiana con La mala hora.
La consagración
Un día de 1966 en que se dirigía desde Ciudad de México al balneario de Acapulco, Gabriel García Márquez tuvo la repentina visión de la novela que durante 17 años venía rumiando: consideró que ya la tenía madura, se sentó a la máquina y durante 18 meses seguidos trabajó ocho y más horas diarias, mientras que su esposa se ocupaba del sostenimiento de la casa.
En 1967 apareció Cien años de soledad, novela cuyo universo es el tiempo cíclico, en el que suceden historias fantásticas: pestes de insomnio, diluvios, fertilidad desmedida, levitaciones... Es una gran metáfora en la que, a la vez que se narra la historia de las generaciones de los Buendía en el mundo mágico de Macondo, desde la fundación del pueblo hasta la completa extinción de la estirpe, se cuenta de manera insuperable la historia colombiana desde después del Libertador hasta los años treinta del presente siglo. De ese libro Pablo Neruda, el gran poeta chileno, opinó: "Es la mejor novela que se ha escrito en castellano después del Quijote". Con tan calificado concepto se ha dicho todo: el libro no sólo es la opus magnum de García Márquez, sino que constituye un hito en Latinoamérica, como uno de los libros que más traducciones tiene, treinta idiomas por lo menos, y que mayores ventas ha logrado, convirtiéndose en un verdadero bestseller mundial.
Después del éxito de Cien años de soledad, García Márquez se estableció en Barcelona y pasó temporadas en Bogotá, México, Cartagena y La Habana. Durante las tres décadas transcurridas, ha escrito cuatro novelas más, se han publicado tres volúmenes de cuentos y dos relatos, así como importantes recopilaciones de su producción periodística y narrativa. 

Varios elementos marcan ese periplo: se profesionalizó como escritor literario, y sólo después de casi 23 años reanudó sus colaboraciones en El Espectador. En 1985 cambió la máquina de escribir por el computador. Su esposa Mercedes Barcha siempre ha colocado un ramo de rosas amarillas en su mesa de trabajo, flores que García Márquez considera de buena suerte. Un vigilante autorretrato de Alejandro Obregón, que el pintor le regaló y que quiso matar en una noche de locos con cinco tiros del calibre 38, preside su estudio. Finalmente, dos de sus compañeros periodísticos, Álvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas Cantillo, murieron, cumpliendo cierta predicción escrita en Cien años de soledad.
Premio Nobel de Literatura
En la madrugada del 21 de octubre de 1982, García Márquez recibió en México una noticia que hacía ya mucho tiempo esperaba por esas fechas: la Academia Sueca le otorgó el ansiado premio Nobel de Literatura. Por ese entonces se hallaba exiliado en México, pues el 26 de marzo de 1981 había tenido que salir de Colombia, ya que el ejército colombiano quería detenerlo por una supuesta vinculación con el movimiento M-19 y porque durante cinco años había mantenido la revista Alternativa, de corte socialista.
La concesión del Nobel fue todo un acontecimiento cultural en Colombia y Latinoamérica. El escritor Juan Rulfo opinó: "Por primera vez después de muchos años se ha dado un premio de literatura justo". La ceremonia de entrega del Nobel se celebró en Estocolmo, los días 8, 9 y 10 de diciembre; según se supo después, disputó el galardón con Graham Greene y Gunther Grass.
Dos actos confirmaron el profundo sentimiento latinoamericano de García Márquez: a la entrega del premio fue vestido con un clásico e impecable liquiliqui de lino blanco, por ser el traje que usó su abuelo y que usaban los coroneles de las guerras civiles, y que seguía siendo de etiqueta en el Caribe continental. Con el discurso "La soledad de América Latina" (que leyó el miércoles 8 de diciembre de 1982 ante la Academia Sueca en pleno y ante cuatrocientos invitados y que fue traducido simultáneamente a ocho idiomas), intentó romper los moldes o frases gastadas con que tradicionalmente Europa se ha referido a Latinoamérica, y denunció la falta de atención de las superpotencias por el continente. Dio a entender cómo los europeos se han equivocado en su posición frente a las Américas, y se han quedado tan sólo con la carga de maravilla y magia que se ha asociado siempre a esta parte del mundo. Sugirió cambiar ese punto de vista mediante la creación de una nueva y gran utopía, la vida, que es a su vez la respuesta de Latinoamérica a su propia trayectoria de muerte.
El discurso es una auténtica pieza literaria de gran estilo y de hondo contenido americanista, una hermosa manifestación de personalidad nacionalista, de fe en los destinos del continente y de sus pueblos. Confirmó asimismo su compromiso con Latinoamérica, convencido desde siempre de que el subdesarrollo total, integral, afecta todos los elementos de la vida latinoamericana. Por lo tanto, los escritores de esta parte del mundo deben estar comprometidos con la realidad social total.

Con motivo de la entrega del Nobel, el gobierno colombiano, presidido por Belisario Betancur, programó una vistosa presentación folclórica en Estocolmo. Además, adelantó una emisión de sellos con la efigie de García Márquez dibujada por el pintor Juan Antonio Roda, con diseño de Dickens Castro y texto de Guillermo Angulo, a propósito de la cual el Nobel colombiano expresó: "El sueño de mi vida es que esta estampilla sólo lleve cartas de amor".
Desde que se conoció la noticia de la obtención del ambicionado premio, el asedio de periodistas y medios de comunicación fue permanente y los compromisos se multiplicaron. Sin embargo, en marzo de 1983 Gabo regresó a Colombia. En Cartagena lo esperaban doña Luisa Santiaga Márquez de García, en su casa del Callejón de Santa Clara, en el tradicional barrio de Manga, con un suculento sancocho de tres carnes (salada, cerdo y gallina) y abundante dulce de guayaba.
Después del Nobel, García Márquez se ratificó como figura rectora de la cultura nacional, latinoamericana y mundial. Sus conceptos sobre diferentes temas ejercieron fuerte influencia. Durante el gobierno de César Gaviria Trujillo (1990-1994), junto con otros sabios como Manuel Elkin Patarroyo, Rodolfo Llinás y el historiador Marco Palacios, formó parte de la comisión encargada de diseñar una estrategia nacional para la ciencia, la investigación y la cultura. Pero, quizás, una de sus más valientes actitudes ha sido el apoyo permanente a la revolución cubana y a Fidel Castro, la defensa del régimen socialista impuesto en la isla y su rechazo al bloqueo norteamericano, que ha servido para que otros países apoyen de alguna manera a Cuba y que ha evitado mayores intervenciones de los estadounidenses.
Tras años de silencio, en 2002 García Márquez presentó la primera parte de sus memorias, Vivir para contarla, en la que repasa los primeros treinta años de su vida. La publicación de esta obra supuso un acontecimiento editorial, con el lanzamiento simultáneo de la primera edición (un millón de ejemplares) en todos los países hispanohablantes. En 2004 vio la luz su novela Memorias de mis putas tristes.
  Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/reportaje/garcia_marquez/