miércoles, 8 de junio de 2022

La Confesora de Impíos Jesús Tiscar Sandra XLVI Premio Internacional de Cuentos “Lena/L.lena”

Cuando el primo Lorenzo, en su lúcida y sufriente agonía, dijo querer confesarse con Jucia Mirtales, la confesora de impíos de Poblalánguida, su madre, la tía Dolores, se puso a llorar a gritos y mi padre tuvo que sujetar al tío Froilán, quien había reaccionado zarandeando a su hijo moribundo al tiempo que le gritaba que se había vuelto loco. Al primo Lorenzo lo habían mandado del seminario a su casa para que se muriera en ella. No quiso más hospitales ni más tratamientos: «Dios ya ha decidido», sonreía beatífico, «este cáncer mío es Su beso y Su llamada divina». Y es que Lorenzo era santo desde chico: un místico que decía ver la Santa Faz hasta en las manchas de sudor en las camisas de los labriegos; que ponía la otra mejilla, aunque la primera bofetada le hubiese derribado las muelas; que se quemaba la vista leyendo la Biblia; que no salía del «cuarto de juegos del Niño Jesús», esto es, la iglesia, y que me contaba vidas terribles de mártires y le advertía a mi pubertad de los justos y bien empleados fuegos a los que conducía el onanismo, término cuya etimología me acuerdo que me explicó una tarde de verano, a contraluz, de vacaciones, ya Lorenzo seminarista, con la voz muy espesa. De manera que, con su historial, el hecho de que el primo manifestara sus deseos de gastar los últimos alientos con aquella mujer no pudo por menos que provocar escándalo en la familia, tanto como extrañeza. ¿Para qué necesitaba un joven tan puro y creyente, futuro sacerdote nada menos, a esa tiparraca? 

Cierto es que, una Navidad que el primo seminarista pasó en Poblalánguida, a la tía Dolores y al tío Froilán le fueron con el cuento de que su hijo había sido visto esa noche llamando a la puerta de Jucia y que tardó más de una hora en salir de aquella casa, apresurado y sonriente, chismorreo que Lorenzo nunca llegó a confirmar ni a desmentir cuando se lo referían sus padres, quienes, en caso de que fuera cierto, trataban de justificarlo como una visita pastoral destinada a redimir a la pecadora. Y cierto es que, a partir de ese día, el primo, cuando venía a Poblalánguida, una de las primeras personas por las que preguntaba era por Jucia Mirtales —«esa descarriada y extraña mujer», la llamaba—: si seguía viva y ejerciendo su impía labor. Pero de ahí a que el alma de Lorenzo la necesitase en los últimos momentos de su existencia terrenal «van cuatro mundos y parte de un quinto», como decía mi padre. Así que allí estábamos, alrededor de la cama del primo, los niños mirando entusiasmados y los mayores intentando calmar los ánimos. Según el médico, el fatal desenlace era cuestión de horas: puede que tres, puede que seis, puede que nueve, puede que doce... «Así cualquiera acierta, ¿no te jode?», recuerdo que dijo entre dientes mi hermano mayor, de permiso de la mili, y que mi padre lo reprendió aguantándose la risa. A casa de mis tíos había llegado, además, familia de fuera que yo apenas conocía. Mi madre tuvo que traer de la panadería de Carmela dos bandejas de roscos de aceite, pues casi todos los recién llegados eran comilones y venían famélicos por el viaje. Había también un compañero de seminario del primo, Liborio Zolosón, un joven muy delgado que lloriqueaba como una señorita y suspiraba de una forma que, si no se le miraba la pena del rostro, con su saludable moquera, cualquiera hubiese dicho que sonaba a delicia de sodomita en éxtasis, daba un poco de sofocación. No obstante, y pese a su delgadez, Liborio tenía la boca más grande que he visto en mi vida y, entre suspiro y suspiro, se metía los roscos casi de dos en dos. Cuando, provenientes del dormitorio del agonizante, nos sobresaltaron los alaridos de la tía Dolores, mi padre les estaba sirviendo anís y coñac a todos. A Liborio Zolosón se le había pasado un poco la llorera y nos contaba en ese momento cómo Lorenzo había matado heroicamente una abeja que se les coló en el comedor del seminario, la cual tuvo en jaque y con los pelos de punta a los comensales, y cómo después se había arrepentido tanto de haber quitado de en medio a una criatura de Dios, tan afanosa además, que se colocó un cilicio en la cintura e hizo ayuno durante cuatro días, desoyendo las severas amonestaciones que por su exagerado proceder le dirigían los viejos clérigos. Los gritos de mi tía pusieron en pie a todos de golpe y acudimos en tropel a ver qué pasaba, imaginando lo peor, claro está. Tíos, primos, cuñados y demás familia irrumpimos en la alcoba (algunos no habían reunido la suficiente presencia de ánimo para dejarse en la m esa la copa de licor y atendían al drama con ella en la mano, otros masticaban roscos) y nos encontramos al tío Froilán inclinado sobre la cama, zarandeando a su hijo medio muerto, al que tenía cogido por las solapas de la chaqueta del pijama, gritándole que se había vuelto loco. Mi padre impidió que siguiera; a mi padre siempre se le dio muy bien eso de mediar en las pendencias y sosegar al personal: los taberneros de Poblalánguida (Solobuche y Letraefe) agradecían mucho su presencia a ciertas horas, pues era un hombre de natural dialogante y tenía la habilidad de desinflar arrestos con la palabra. La tía Dolores, en tanto, nos gimoteaba el motivo de su angustia, la cual venía a añadirse a la de llevar luto por un hijo de por vida: que Lorenzo había pedido que lo viera Jucia Mirtales, la confesora de impíos —requerimiento en el que el enfermo insistía con voz de barro seco desde su lecho de muerte—, y que a ver si no era para romperse el pecho de pena y desilusión. El tío Froilán lloraba como un chiquillo cuando mi padre lo sacaba de la habitación diciéndole que un coñac no le iba a venir mal, lo reconfortaría, mas el tío Froilán aseveraba que él no quería coñac, sino veneno, ¡veneno! —repetía—, a lo cual mi padre le respondió que tampoco era para ponerse así, hombre, y que no dijese más barbaridades. Las mujeres habían sentado a la tía Dolores en un butacón y todas coincidían en querer hacerle ver que lo que le pasaba a su hijo era que estaba delirando, el pobre, y que hablaba por hablar, sin ton ni son, lo primero que se le venía a las mientes, chaladurías..., calumnia que el propio muriente desmintió desde su cama a la par que nos miraba todos con los ojos muy abiertos, las pupilas amarillentas y la nariz ya afiladísima. Liborio Zolosón se acercó a la cabecera del compañero de seminario y, tras besar su frente con devota dem ora, le dijo que era un tonto y un alborotador y le ordenó, en tono muy dulce, que se callara, pues con los disparates que decía estaba haciendo sufrir mucho a su madre. Pero el primo Lorenzo no lo escuchaba. Tenía el rostro empapado en sudor y respiraba como si acabase de llegar a la cama tras una larga maratón. Fue entonces cuando alguien cayó en la cuenta de que los niños no deberíamos presenciar escenas tan dramáticas y nos conminaron a abandonar el cuarto. Los niños éramos yo y un primo segundo mío al que había conocido ese día, de nombre Francisquito, con gafas, quien se había pasado la tarde hablándome —con mucha menos pasión de la que yo ponía ante sus explicaciones— de las atrocidades teratológicas que con tanta frecuencia se daban en los animales del pueblo norteño en que él vivía. Y como ni Francisquito ni yo nos dimos por enterados, pues nos resultaba interesantísimo lo que allí estaba pasando, Trini, otra prima segunda a la que el primo segundo y yo acabábamos de conocer también —ésta ya adolescentona y urbana, medio tonta—, nos invitó a salir con ella de aquella alcoba del dolor y el despropósito, donde la muerte paseaba su capa de saco, con la promesa, innecesaria y al oído, ya camino de un cuarto de la plancha cualquiera, de que nos enseñaría el chumi —así dijo— si le contábamos quién era esa Jucia, «porque yo es que no me cosco, primos», añadió Trini, y tanto a Francisquito com o a mí nos pareció justo el intercambio de conocimientos que la pariente nos pro ponía. Jucia Mirtales, la confesora de impíos de Poblalánguida, sabía muy bien de qué colores eran los pecados de los ateos moribundos a los que escuchaba en confesión. Jucia había sido monja de clausura en un convento lejanísimo —claro— hacía ya muchos años. Los ateos, los agnósticos, los herejes, los blasfemos, los comunistas, los libertinos de Poblalánguida y demás ralea de inspirados por Satanás, cuando sentían, por el frío acartonamiento de las sábanas, que aquel ya era su lecho de muerte, requerían a gritos los servicios espirituales de Jucia Mirtales, la confesora de impíos, tan desaforadamente que sus familiares, por devotos que fuesen, terminaban llamándola aunque sólo fuera para que el agonizante se callara de una vez y los dejara dormir en paz. Recuerdo mi pueblo sobrecogido al paso renqueante de Jucia, quien se hacía acompañar de una monaguilla muy pálida y fea, vestida de primera comunión, que no era una niña de Poblalánguida, que nadie conocía, aunque todos sabíamos que se llamaba Lera y que —por supuesto— estaba muerta y enterrada en algún nicho de un enorme cementerio, también muy lejano. Los vecinos seguían a Jucia algo más que a cierta distancia para ver en qué casa se metía, si bien todo el mundo estaba al tanto de quién andaba muriéndose y en qué condiciones iba a entregar el alma, o sea que lo que hacían los vecinos era corroborarlo para escandalizarse más y mejor. La monaguilla Lera, delante de Jucia Mirtales, quien, como ciega, apoyaba una mano en un hombro de la niña, iba tocando una campana de cristal muy gordo que apenas sonaba, pues el badajo era un hueso, decían que de lobo. La confesora de impíos vestía los mugrientos hábitos de la monja que fue y se cubría la cara con un velo blanco lleno de lamparones. Entre las dos, Jucia y Lera, atravesando las calles de Poblalánguida, inspiraban una suciedad como de exhumaciones y pecados sacrílegos. Daba mucho repelús y hasta cierto asco verlas. La prima Trini se tomó la cosa a risa, «movidas de los pueblos», dijo, y no se quitó las altas botas de amazona para bajarse los vaqueros, dispuesta a cumplir su parte del trato. A los pocos minutos, mientras la prima segunda nos instruía, con un tono muy docente, a Francisquito y a mí acerca de las funciones tan importantes que cum plía aquello que nos mostraba, oí que mi padre me llamaba, preguntándose indignado dónde m e había metido, así que tuve que abandonar el aula —Francisquito muy cerca de la pizarra, dada su condición de miope— para ir a ver qué quería m i padre antes de que éste supiera en qué enseñanzas andábamos. Y lo que mi padre quería es que fuese yo quien avisara a Jucia Mirtales, algo que me llenó de orgullo y miedo a un tiempo, siendo este último sentimiento el que me impulsó a preguntarle por qué me habían elegido a mí, a lo que mi padre respondió que porque en aquella familia nadie tenía los suficientes huevos, él el primero, y que cuando faltan huevos lo mejor es mandar a un crío, siempre y cuando ese crío fuese tan formal y responsable como yo. Esto me puso aún más orgulloso. De pronto, a los diez años, me había convertido en un hombre por partida doble y en un breve lapso: el que medió entre haber conocido hembra —al menos de lejos— y ser destinado para la ejecución de una empresa tan delicadamente familiar como era la de ir a decirle a la confesora de impíos de Poblalánguida que tenía faena con un seminarista en las últimas. Al parecer, una opinión vertida por Liborio había sido determinante en la decisión de cumplir con la última voluntad del prim o Lorenzo. El seminarista de la bocota, quien se hallaba al tanto de la historia de Jucia Mirtales por habérsela referido su compañero en varias ocasiones, dijo estar seguro de las verdaderas intenciones del primo al solicitar la presencia de tan estrambótico personaje. Liborio Zolosón sabía que, en efecto, Lorenzo había visitado aquella Navidad a Jucia en su casa. ¿Para qué? Muy sencillo y nada más lejos de lo escandaloso era el motivo: todo se debía a la labor redentora que tan fuertemente iba implícita en la rotunda vocación sacerdotal de Lorenzo, hasta tal punto que, siendo el de María Magdalena uno de sus pasajes bíblicos preferidos, de vez en cuando se escapaba del seminario a los prostíbulos, donde más lo necesitaban, extralimitándose en sus funciones, claro que sí, puesto que aún no había sido ordenado sacerdote, pero cargado de mucho amor a Jesucristo y libre de toda intención reprobable. «Qué duda cabe —siguió explicando Liborio Zolosón, lejos de los oídos del moribundo— que si hay una casa en este pueblo donde las palabras de Lorenzo, encaminadas al temor de Dios, sean necesarias, esa casa es la de la tal Jucia Mirtales». Lo que el primo seminarista deseaba saber antes de irse con Dios, según el compañero Zolosón, era una respuesta que la confesora de impíos de Poblalánguida le debía desde aquella visita navideña, en que se la prometió, aunque Liborio desconocía la pregunta, en eso Lorenzo siempre se había mostrado muy discreto. «Sí —dijo el tío Froilán—; pero a ver quién le hace creer esa gaita a la gente...». No obstante, sus padres, por fin, consintieron darle aviso a Jucia.

Antes de partir pensé en pavonearme ante los primos segundos por lo que me habían encomendado los adultos, pero no lo hice, pues seguram ente se empeñarían en acom pañarme y aquello era algo que y o quería y tenía que hacer solo. Que siguieran con su clase, la cual a mí me había empachado un poco. Mi madre me despidió con un beso llorica y me ordenó que volviera corriendo en cuanto diera el recado, a poder ser desde lejos, y que por nada del mundo se me ocurriera entrar en casa de ésa. Liborio Zolosón me apretujó las mejillas con una sonrisa guarra, boqueritas blancas de saliva seca entre las cuales mediaban kilómetros de labios. Jucia Mirtales vivía en la parte más vieja de Poblalánguida, calle de las Altas, en una casa descascarillada, cerrada a cal y canto, enjalbegada hacía siglos. Y yo iba muerto de miedo. Como no alcanzaba al llamador de la puerta, di con los nudillos, pero la madera era de una solidez férrea y tuve que llamar a puñetazos. Quería acabar cuanto antes y largarme, tal y como me había ordenado mi madre. No tardaron mucho en abrirme, y quien lo hizo no fue Jucia Mirtales, sino una niña a la que tardé unos instantes en identificar como Lera, la monaguilla, pues no estaba vestida de primera comunión, sino que llevaba un jersey rosa y unos pantalones de pana negros. Así no parecía tan muerta y enterrada, me dije, ni tan fea. Lera me miraba en silencio, preguntándome con sus impresionantes ojos negros qué quería. Yo solté de carrerilla que mi primo Lorenzo, el seminarista, se estaba muriendo y que había pedido que fuera Jucia a verlo, tras lo cual me hubiese marchado a toda prisa si Jucia Mirtales, sin hábito de monja, sin velo, como una mujer corriente, una mujer madura y guapa, no llega a aparecer en ese momento detrás de la niña, con la cara desencajada de espanto. «¿Qué estás diciendo, qué estás diciendo?», me preguntó con la metida voz en lloro. Yo iba a repetir lo mismo que acababa de decir, pero ella se adentró en la casa, echándose las manos a la cabeza. Lera se fue tras ella y, me pareció, Jucia pronunciaba el nombre de Dios con amargura al tiempo que la niña la llam aba «tía Jucia». —Pasa, chiquillo. Pasa —dijo la confesora de impíos desde un fondo oscuro, pero no m e dio miedo, tan dulce fue su tono de voz .

Cuando volví a casa de mis tíos e informé de que Jucia Mirtales no iba a acudir, la noticia causó mucho más asombro e indignación que la inesperada demanda del primo. El desconcierto era tanto que nadie atinaba a preguntar las razones que la confesora pudiera haber dado para no venir, y todo eran reproches e insultos, sobre todo por parte de la tía Dolores, a quien supongo que era el alivio lo que en realidad la empujaba a echar pestes por su boca contra «esa bruja indeseable» que, encima, se permitía el lujo de decir que no a la llamada de un santo varón como su hijo. Fue Liborio quien se mostró más sensato y conciliador, interrogándome acerca de mi entrevista con Jucia. Yo expliqué que la confesora de impíos no me había dicho por qué no quería venir, pero que tenía un mensaje que darle a Lorenzo de su parte. Se hizo un gran silencio. La prima segunda, Trini, me miraba reprochándome el haber hecho la rabona y el primo segundo Francisquito, a su lado, sonreía con una cara muy rara. Toda la familia, conocida y desconocida, tenía las copas de licor y los roscos de aceite en suspenso, pendiente de mis palabras. Pero no les dije nada más. Me dirigí al dormitorio, donde se moría el primo, arrastrando a todos tras de mí. Me situé a la cabecera de la cama y toqué a Lorenzo para que abriera los ojos, si es que no había muerto ya. —¿Y Jucia? —preguntó. —No va a venir; pero m e ha dicho que te diga que la respuesta es « no». Una fresca, radiante sonrisa se dibujó en el lienzo ajado que era el rostro del primo Lorenzo, el seminarista. Volvió a cerrar los ojos, pero la sonrisa perduró hasta su muerte, pocas horas después. Una sonrisa a la que no hacía falta preguntarle nada, con la que Lorenzo decía claramente que ya se podía morir en paz.

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