Cuando supe sobre la contaminación que causan las pilas y las acciones que se toman en otros países para evitarla; dejé de
tirarlas a la basura y comencé a juntarlas y guardarlas en frascos de vidrio.
Las pilas fueron
llenando los frascos rápidamente,
pues en aquel entonces mis hijos eran
pequeños y tenían varios juguetes a pila,
también teníamos control remoto de TV, control de DVD, relojes, calculadoras; en fin, una serie de
artefactos que las utilizaban. Éstas eran de diferentes medidas, modelos, contenidos y
colores: cilíndricas finas y gruesas, redonditas chatas (llamadas botón),
cuadradas, alcalinas, comunes, verdes, amarillas,…para todos los gustos. Los frascos fueron tapados y guardados
en la pieza de los cachivaches, esperando saber de algún lugar dónde pudieran recibirlas para
reciclarlas; pero esto no sucedió pues por aquí no existían empresas que reciclaran.
El tiempo pasó y los frascos guardados
quedaron en el olvido hasta el
día en que realizamos una limpieza general de la pieza y los encontré en el estante. Para mi asombro vi que dentro de ellos había un líquido negro que llenaba
una cuarta parte del envase.
Este hecho me motivó
a difundir entre los niños y jóvenes de una escuela cercana a mi domicilio sobre la contaminación que pueden causar las pilas y
cómo es importante no tirarlas a la basura para no contaminar las capas
subterráneas de agua. Ese líquido negro
era asustador y ofrecía la oportunidad para concienciar a los alumnos sobre el
tema.
Como tengo una amiga
que es profesora y enseña en esa escuela, le comenté sobre las pilas y los daños que pueden causar al
medio ambiente, y también sobre la necesidad de hablarles a los
estudiantes sobre la cuestión. Después de unas semanas ella me invitó a la
escuela para charlar con los alumnos sobre las pilas.
Me presenté a los diferentes grados cargando los frascos de pilas con el jugo negro, para mostrarles
a los alumnos cómo esas pilas expedían un contenido tóxico y que no podían ser tiradas a la basura y mucho menos a los arroyos o a los pozos de agua. También
les dije que los niños pequeños no debían
metérselas a la boca.
Los alumnos miraban curiosos el frasco de pilas con el
líquido venenoso y fui explicándoles
sobre contaminación y sobre la naturaleza hasta que mi charla culminó. Percibí que los
alumnos mayorcitos entendieron el tema y
me sentí satisfecha, así como cuando se hace algo útil.
Pasaron algunos días y
la profesora me comentó que
juntaría pilas con sus alumnos si
yo estaba dispuesta a regalar lápices a cambio. Me pareció interesante la idea
como para incentivar a los chicos, por
cada 5 pilas 1 lápiz. ¡Excelente! Compré
un tambor grande de plástico, le colocamos cal en el fondo y lo llevamos a la
escuela. Allí los alumnos comenzaron a
cargar las pilas. En pocos días se acabaron 5 cajas de lápices y el tambor se
iba llenando.
El tiempo pasó y ese incentivo inicial se convirtió en
costumbre. Sin lápices, no había pilas.
Y fue para mí como un
baldazo de agua fría. Mi charla no dio
los frutos esperados pues hay acciones
que no deberían necesitar recompensa para ponerlas en práctica porque son para el bien común.
Y dejé de comprar
lápices y no se juntaron más pilas.
Seguro que ahora estarán desparramando su líquido negro en
algún basural y contaminando arroyos o envenenando nacientes, hasta que quizás en el
futuro no se precisen lápices para hacer lo que se debe hacer.