Dice Ortega y Gasset recordando los albores de la era cristiana:
“Se
ha dicho, con alguna razón, que el estoico Posidonio, maestro de
Cicerón, es el último hombre antiguo capaz de colocarse ante los hechos
con la mente porosa y activa, dispuesto a investigarlos. Después de él,
las cabezas se obliteran y, salvo los alejandrinos, no van a hacer más
que repetir, estereotipar.
Pero
el síntoma y documento más terrible de esta forma, a un tiempo
homogénea y estúpida -y lo uno por lo otro-, que adopta la vida de un
cabo a otro del Imperio, está donde menos se podía esperar y donde
todavía, que yo sepa, nadie la ha buscado: en el idioma. La lengua, que
no nos sirve para decir suficientemente lo que cada uno quisiéramos
decir, revela, en cambio, y grita, sin que lo queramos, la condición más
arcana de la sociedad que la habla. En la porción no helenizada del
pueblo romano, la lengua vigente es la que se ha llamado «latín vulgar»,
matriz de nuestros romances. No se conoce bien este latín vulgar y, en
buena parte, sólo se llega a él por reconstrucciones. Pero lo que se
conoce basta y sobra para que nos produzcan espanto dos de sus
caracteres. Uno es la increíble simplificación de su mecanismo
gramatical en comparación con el latín clásico. La sabrosa complejidad
indoeuropea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó
suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o
por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática
balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo, como la infantil. Es, en
efecto, una lengua pueril o gaga, que no permite la fina arista
del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni
temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que
avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre,
mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas
mediterráneas. ¡Qué vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a
eterna cotidianidad, se adivinan tras este seco artefacto lingüístico!”
(La rebelión de las masas, José Ortega y Gasset, 1930).
No hay comentarios:
Publicar un comentario