lunes, 27 de agosto de 2012

La rebelión de las masas, José Ortega y Gasset, 1930

Dice Ortega y Gasset recordando los albores de la era cristiana:
“Se ha dicho, con alguna razón, que el estoico Posidonio, maestro de Cicerón, es el último hombre antiguo capaz de colocarse ante los hechos con la mente porosa y activa, dispuesto a investigarlos. Después de él, las cabezas se obliteran y, salvo los alejandrinos, no van a hacer más que repetir, estereotipar.
 Pero el síntoma y documento más terrible de esta forma, a un tiempo homogénea y estúpida -y lo uno por lo otro-, que adopta la vida de un cabo a otro del Imperio, está donde menos se podía esperar y donde todavía, que yo sepa, nadie la ha buscado: en el idioma. La lengua, que no nos sirve para decir suficientemente lo que cada uno quisiéramos decir, revela, en cambio, y grita, sin que lo queramos, la condición más arcana de la sociedad que la habla. En la porción no helenizada del pueblo romano, la lengua vigente es la que se ha llamado «latín vulgar», matriz de nuestros romances. No se conoce bien este latín vulgar y, en buena parte, sólo se llega a él por reconstrucciones. Pero lo que se conoce basta y sobra para que nos produzcan espanto dos de sus caracteres. Uno es la increíble simplificación de su mecanismo gramatical en comparación con el latín clásico. La sabrosa complejidad indoeuropea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo, como la infantil. Es, en efecto, una lengua pueril o gaga, que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas. ¡Qué vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianidad, se adivinan tras este seco artefacto lingüístico!” (La rebelión de las masas, José Ortega y Gasset, 1930).

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