DESDE LA
VEREDA
Siempre transito la misma vereda. Todos los días
la misma rutina. Paso primero enfrente de lo de Pablo; luego por lo de Tita y enseguida alcanzo el trayecto del paredón
alto, el que encubre la casa abandonada; en ese espacio de vereda los yuyos emergen retorcidos por entre las
baldosas resquebrajadas y la tierra colorada aprovecha y se desparrama por las roturas. La casa
abandonada me perturba; siempre estuvo allí y siempre ha estado vacía, desde
que nos vinimos para acá. La intendencia dijo que tomaría providencias, pero
hasta ahora, nada. Sigue erguida pero enclenque. La miro a través del portón de
hierro que sucede al paredón y siempre tengo el mismo pensamiento:-¡Cualquier
día se viene abajo!
Después del
caserón viene la despensa de Juancho Alegre y en la esquina hay una casilla donde venden frutas y hacen mini
carga para teléfonos celulares. El que atiende es nuevo, hace poco que se mudó
y no lo conozco bien; vino y alquiló la casilla de Eustaquio que desde que se enfermó
dejó todo y se fue a vivir con la
hermana. La parada del ómnibus está a la vuelta de la esquina. Veinte
años caminando la misma vereda, pasando siempre por la misma senda, de ida y de
vuelta, es conocerla de memoria.
Hoy, al volver del trabajo veo algo distinto. Un
cartelito blanco con letras negras prolijas dice: SE VENDE…y más abajo un número de teléfono. ¡Está colgado en el portón de la casa vacía!
¿Quién lo puso? Camino rápido y llego a casa. Mi madre me espera como siempre,
sentada en el frente con el mate pronto. Al verme se levanta y me hace un
gesto:
-¿Viste? La venden. ¡Quién compraría semejante
cachivache! Se está por caer; es mejor que la demuelan, que vendan el terreno
vacío, antes de que ocurra una desgracia.
-¿Quién lo puso?-indago con curiosidad descontrolada.
-No sé, apareció colgado.
Volví sobre mis pasos y fui a copiar el número de
teléfono para llamar. Siento como si fuera una obligación saber algo, sólo
saber…
-Ahora ya es tarde para llamar;
llamá mañana temprano- dice mamá.
Entramos a casa y ella comienza a hablarme de los
gastos con el dentista, de la cita que tiene para mañana con el doctor y la
oigo como si sus palabras salieran de un tubo largo, retumban, no puedo
concentrarme en lo que me dice, sigo pensando en la casa vieja, en el cartel, y
una indagación sin límites me irrumpe.
Me acuesto y no puedo dormir, doy vueltas en la
cama, me retuerzo de curiosidad y por fin amanece. Son las seis. ¿Llamo ahora?
No. Voy a esperar un rato más. Capaz que el número sea de una oficina, todavía
estará cerrada.
Me preparo un café con leche, mi madre duerme aún y yo sigo
pendiente de la hora. Voy a esperar hasta las siete y llamo. Falta media hora
todavía. Comienzo a dar vueltas en la cocina para que la hora pase más rápido;
mamá se levanta y me pregunta: ¿Qué te pasa? ¡Te veo tan nerviosa!
-Es por la casa. ¡Tantos años hace que vivimos acá
y nunca supimos nada relativo a ella! ¿Cómo es que ahora alguien aparece de la
nada y cuelga un cartel?
Por fin es la hora de llamar; levanto el tubo del teléfono y disco el
número. Del otro lado una voz femenina me responde, parece de alguien mayor:
-¿Sí? ¡Diga!
-Mi voz suena temblorosa cuando explico: estoy
llamando por la casa que está en venta.
-¿Quién habla?
-Soy Juana Arzamendia -respondo vacilante.
-Mire Juana, el precio es de oferta: 80.000 mil pesos. Le adelanto que se
puede financiar; todo es cuestión de conversar y de llegar a un acuerdo.
-¿Usted es la dueña?
-Sí, soy yo…la casa perteneció a mis abuelos,
luego a mis padres…he decidido venderla porque no puedo ocuparme de ella…los
impuestos están caros ¿sabe?
-Me gustaría verla. ¿Podemos marcar una visita?
-Por supuesto. ¿Hoy a las 2 de la tarde le queda bien?
-Sí, sí, está bien -contesto apresurada.
Cuando corté, mi madre estaba histérica. ¡Vos
estás loca! ¡Esa casa vieja se te va a venir encima en cuanto abran la puerta!
Llamo al trabajo y
pido permiso: ¡Es un caso de fuerza mayor!
¡No tiene sentido! ¿Para qué querés verla?-me dice mamá. No podía contarle.
Es que durante veinte años yo había tejido mil historias en torno a la casa; de
hombres y mujeres desconocidos viviendo extrañas vidas; de fantasmas
deambulando en sus corredores, de gente que había muerto colgada en los
puntales, de anónimos que la habitaban y que salían por las noches a vagar en
el patio…; historias inventadas que me acompañaban desde que mis ojos observaban
sus contornos a través del portón de hierro hasta que llegaba a la parada del
ómnibus y que al volver, volvían conmigo masticadas y repasadas luego de un día
agotador.
Espero que sean las dos, me visto y salgo a la
vereda.
Afuera la calle está desierta, camino por la
vereda hasta llegar al paredón y espero. Al rato llega un taxi, se baja una
señora mayor que trae un manojo de llaves en una de las manos. Me saluda, abre
el candado del portón y entramos. El patio es amplio y la casa ocupa gran parte
de él. Desde adentro la casa parece más habitable, no la veo tan enclenque ni estropeada
como desde afuera. La mujer se aproxima a la puerta principal, toma la llave y
abre la casa. ¡No se cae, sigue en pie! El olor a humedad y encierro me penetra
en las narices. Caminamos por los cuartos, por la sala y la cocina, todo está
vacío. No hay nada que se asemeje a mis recuerdos concebidos. No hay ningún
baúl, ni ropero antiguo, ni espejos en las paredes, ni cuadros, ni cortinas, ni
candelabros, ni mesas de mármol como yo me había imaginado. Es simplemente una
casa vieja, desvencijada y vacía, que se quiere vender. Y yo la miro, la
observo, la veo y es tan ajena a todos mis recuerdos creados, que contengo el
impulso de salir corriendo.
-No me interesa-le digo.
Salgo a la vereda y comienzo a caminar deprisa, no
sé ni hacia dónde me dirijo, sólo sé que
voy a pasos largos, tratando de espantar
de mi memoria a los fantasmas y a las reminiscencias de lo que nunca fue.
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