viernes, 2 de diciembre de 2016

La criadita. Cuento de Olga Bertinat de Portillo*

Foto tomada de Internet
LA CRIADITA
    Francisca  llegó  a la escuela con una sonrisa en los labios. Iba al cuarto grado y  tenía doce años. Era muy delgada,  el pelo lacio y fino y  grandes ojos negros. Las ojeras azules resaltaban aún más  su piel blanca y delataban una infancia humilde de  días de hambre; pero sonreía porque cumpliría su sueño de continuar la escuela.
    Como cada año, el primer día de clases era igual: la  algarabía de los niños correteando en los pasillos, el trajinar de la directora por el patio  tratando de poner orden dando  golpecitos sonoros con la campanilla: tilín, tilín y viendo como en un rincón  los más chiquitos lloraban porque no querían separarse de sus madres;  en la cantina los más sosegados comían golosinas y los más grandes  conversaban sobre el tiempo que habían estado separados, cada uno relatando sus anécdotas vacacionales. Existía un ambiente de camaradería y  había motivos para ello: la felicidad del reencuentro.
     Francisca ansiosa, se frotaba las manos, las metía en los bolsillos del guardapolvo y las volvía a quitar. Estaba feliz de volver a la escuela que había comenzado en Sapucai,  donde habían quedado sus padres y hermanitos.
    Cuando los niños estaban en el auge de la bulla, se oyó  un sonido estridente  que  provenía de la dirección y que sobresaltó a más de uno. Era el aviso de la hora de entrada y los niños fueron llamados a formar fila;  reunidos por grados cada grupo con su  maestra.  La directora dio un  mensaje breve de bienvenida, cantaron el himno nacional  y luego  pasaron a las aulas. 
    La maestra de Francisca, la señorita Eladia, era una solterona muy simpática y bondadosa que esperaba la jubilación desde hacía tiempo, pues ya había cumplido los años para  retirarse y se preguntaba: “¿Éste  será el último?... ¡Dios no lo quiera!”.
    Luego de  sentar  a los niños  les preguntó sus nombres y edades y los hizo ponerse de pie para responder. Notó que Francisca era la mayor del grupo y  le cayó en gracia enseguida. Fue así como la maestra supo que Francisca  había venido desde Sapucai a Asunción para cuidar a los hijos más pequeños de su madrina y para ayudarla en  los quehaceres de la casa; a cambio le darían comida, ropa  y podría ir a la escuela.
    Los primeros días habían transcurrido tranquilos y a la niña se la veía bien,  pero luego de dos semanas de clases  la maestra comenzó a notar que Francisca bostezaba y que traía las tareas  sin terminar. Además  estaba más delgada y más ojerosa que antes.
    -¿Por qué no hiciste las tareas?- le preguntó la maestra amablemente.
Francisca miró al piso. Ya no sonreía como el primer día. Dijo que estaba cansada  porque  el niño más pequeño estaba enfermo y ella tenía que hamacarlo  hasta que se durmiera.
    -Llora mucho.
    A partir de ese día la maestra comenzó a observar a Francisca y vio como la niña se volvía cada vez más callada y triste. Las tareas sin terminar delataban que algo andaba mal y entonces decidió llamar a la madrina.
    El lunes a la hora señalada llegó la señora. Su rostro denotaba cierta irritación y con tono prepotente se dirigió a la señorita Eladia diciendo:
    -¿Para qué me hizo venir? ¡Si es por Francisca pierde el tiempo! ¡Es una haragana!
La maestra tratando de ocultar su desagrado por la falta de cordura de la señora, intentó apaciguar el momento y le respondió con palabras sensatas:
    -Estoy  preocupada  por la niña. Ella  no cumple con las tareas  y  además la  noto muy cansada  y pensativa. Me dijo que uno de los niños estuvo enfermo y que lloraba mucho.
La señora dio un salto y refutó:
    -¡Es una mentirosa! ¡Querés hacerle un favor y  así te paga!
La maestra se sorprendió al percibir el resentimiento de la mujer, que hablaba de su ahijada con cierta aversión y rabia. Con aparente  serenidad  la maestra le dijo que tratara de ayudar a la niña, que no dejara que se le acumulen las tareas de la clase  porque le sería muy difícil pasar de grado  si no la ayudaba.
La señora se levantó y se dirigió a la puerta y antes de salir dijo:
    -¡No se meta, esto no es asunto suyo!
    Al día siguiente Francisca no fue a la escuela. La maestra se preocupó,  pero sabía que la niña había estado engripada  y pensó que quizás  por eso no había venido.
    Pasaron varios días y entonces Francisca apareció. Se sentó en un rincón de la clase y sus ojeras ya no eran azules, eran rojizas; se notaba que había estado  llorando. La maestra, mientras los niños copiaban la tarea del pizarrón, trató de sonsacarle algo. La niña miraba al piso en silencio. Y antes de que  volviera a preguntarle cosa alguna, se levantó el guardapolvo y le mostró las marcas rojizas  que tenía en las piernas dejadas por un cable  o por una rama de guayabo.
    -¡Dios mío!-exclamó la maestra.
Francisca dijo pausadamente:
    -Fue por el hijo mayor que es cadete...y la señora no es mi madrina…yo le mentí maestra, porque me gustaba tener una madrina...
La maestra se quedó callada y se le hizo un nudo en la garganta. Después de tantos años de magisterio conocía de memoria este tipo de  historias crueles; la mayoría de las veces con desenlaces dolorosos.
    -Lo único que quiero es terminar la escuela.
Se hizo un silencio largo y en ese momento la directora irrumpió en el aula.
     -Necesito hablar con usted, señorita Eladia-dijo.
La maestra siguió  a la directora  hasta su despacho y ésta  enseguida le contó las novedades:
   -Llegaron los documentos de su jubilación…después de tantos años me imagino que se pondrá feliz de saberlo ya que partir de ahora podrá dejar la escuela definitivamente…su reemplazante ya fue nombrada por el Ministerio.
La maestra quedó paralizada, fue como si le hubiesen derramado un balde de agua fría. Si bien esperaba la noticia desde hacía tiempo, no hubiera querido recibirla.
    -La  hora de dejar a los niños llegó, muy a mi pesar-dijo- y salió del despacho de la directora con un desasosiego que le oprimía el corazón.
Al volver al aula, sin alegría anunció a sus alumnos  que ya no sería la maestra.  Todos aplaudían  y gritaban: -¡Chau maestra, chau maestra! menos Francisca que en el rincón lloraba tristemente.
    Unos días antes de apartarse definitivamente de su cargo, la señorita Eladia le rogó a la directora  que vigilara a Francisca, le dijo que interviniera si fuese necesario pues la niña requería protección.  Luego de realizar los trámites burocráticos pertinentes dejó la escuela para siempre y se marchó a vivir a  su pueblo natal, Caraguatay, donde tenía parientes y  con los ahorros de toda la vida había comprado una casita de material.
La directora le había prometido que tendría en cuenta el encargo y que le comunicaría  a la nueva maestra la situación de Francisca para que estuviera al tanto y que  la apoyase en caso ineludible.
    La señorita Eladia se fue con la tranquilidad de que sus colegas harían lo mejor por la niña, sin embargo con el ajetreo de los días,  las reuniones de padres, las  jornadas de capacitación de profesores y  los niños traviesos, se les olvidó Francisca. Nadie la volvió a recordar.
    Y Francisca deambula por las vías de tren que bordean Sapucai; camina pensativa pisando los rieles  y a veces pega  saltitos en una pierna sobre los durmientes. Dejó la escuela hace unos meses. La señora la trajo de vuelta… A los padres  les dijo: -“Hubo problemas con mi hijo mayor que está en el  Cimefor”; y con cierta frialdad  les entregó un paquete  que contenía doscientos mil guaraníes y unas ropitas usadas de criatura.
     Y el vientre de Francisca crece ínfimamente  pues el hambre azota. El niño que lleva en sus entrañas lo siente y de las tripas  hace brotar su rumor inconfundible.

    Y ella sueña con los cuadernos y  piensa que algún día volverá a la escuela. Sueña también con una madrina buena  y  que come un plato  de  guiso con un pedazo de  pan.   
* Cuento que obtuvo la Tercera Mención en el Concurso de Cuentos Elena Ammatuna 2016  
                                                                                      

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