Yo era un
niño de cerca de diez años aquel verano cuando fui con mis padres a las usuales
vacaciones en Buenos Aires. Era la peregrinación anual para visitar a los
parientes que se habían quedado en el Plata y, de paso, surtirnos de cosas que
acá no había o no eran de buena calidad: zapatos, ropa, artículos varios.
Aquel verano nos hospedamos en casa de los tíos Birks, en su mansión de Haedo,
la Marijuana.
La Marijuana tenía a
su alrededor un lindo jardín que yo llamaba patio; era más que un jardín y
menos que un parque. Ahí descubrí que la tierra porteña no era igual que la
paraguaya; era negra y un poco arcillosa. Yo, acostumbrado a la tierra roja que
conocía bien, me sentía más extranjero aun hurgando en ese suelo. Que fue como
descubrí que abundaban en él pequeños guijarros que, cuando se los limpiaba,
algunos tenían un ligero brillo, y otros por su suavidad insinuaban que podrían
volverse brillantes si se los pulía. De vez en cuando encontraba un canto
rodado de mayor tamaño, alguno entero y otros rotos. Me preguntaba cómo se
habrían roto esas piedras tan duras.
Un guijarro roto,
como cualquier otro y sin ningún encanto particular atrajo mi atención y lo
llevé en mi bolsillo permanentemente en vez de guardarlo en el cajón donde
guardaba el resto de mi colección. Lo llevaba siempre, de pantalón a pantalón.
Con el tiempo, el roce del bolsillo y de mi mano lo llegó a pulir bastante;
relucía su color lechoso con puntos marrones y una veta, de color de óxido, lo
atravesaba desde su lado roto hasta el otro extremo. Parecía un huevo chato y
cortada su punta.
Una noche me fui al
mirador de la Marijuana. Era el cuarto nivel de la casa, reducido, de unos
cuatro metros de lado, rodeado por una balaustrada y cubierto por un techo de
cuatro aguas. Desde allí se veían casas vecinas, muchos árboles y algunos pocos
edificios altos más allá, a varias cuadras. Desde el mirador parecían brillar
más las estrellas; no las opacaban las luces del patio ni las de la calle. Y me
gustaba el aspecto de las casas alumbradas por faroles comunes. Los edificios
más altos apenas se distinguían con la luz reflejada de abajo. En mi mano
llevaba mi guijarro roto.
Apoyado en una de
las balaustradas, sin pensarlo, apunté con mi guijarro a uno de los edificios,
como si fuera una linterna, y una tenue luminosidad cubrió aquella mole
dormida. El color era apenas rosado, y la luz mortecina terminaba abruptamente
en los ángulos del edificio. Moví mi guijarro-linterna hacia otros objetivos y
el resultado mágico se repitió: una casa se encendió con un palidísimo verde,
otra con un leve celeste, y los árboles se distinguían como si les diese la
luna, que esa noche no estaba. Me quedé arrobado con la magia de mi guijarro.
Estuve así inconsciente del tiempo hasta que me llamaron para dormir. Apenas
pude conciliar el sueño; no sabía qué pensar, repetía en mi mente las vistas
inefables hasta que me venció el sueño.
Al día siguiente
desperté con la idea de repetir a la noche la experiencia anterior. Pasé el día
como siempre; tal vez con alguna ansiedad esperando terminar la cena y escapar
para el mirador. Hasta que llegó el momento de volar escaleras arriba. Probé, y
el milagro se repitió. Un día y otro, todas las noches que solo y a oscuras
dirigía mi guijarro roto, con su cara rota hacia algo, una luz suave,
fantasmal, lo iluminaba apenas.
Pasaron los años y
dejé de llevar encima mi guijarro mágico. Lo guardé en el cajón de mi
mesa de luz junto con la multitud de cosas que uno guarda en su mesa de luz.
Cuando fui a mi primer campamento del colegio olvidé llevarlo. Pero a mi
primera cacería sí lo llevé, y me desilusioné un poco. Los árboles me rodeaban
y me cubrían a muy poca distancia; ni siquiera estaba seguro de que la luz se
encendiera. Devolví el guijarro a su cajón y lo dejé ahí por años. Viajé,
estuve ausente muchas veces, a veces por largos periodos, casi se puede decir
que recorrí el mundo, y mi guijarro se quedó en mi mesa de luz sobreviviendo
inclusiva algunas mudanzas, en las que se suelen extraviar muchas cosas.
Con el paso de los años
el pelo se me volvió blanco (el que me quedaba), se me cambiaron mis rasgos, la
gente me trataba como a un hombre mayor, es decir como a un viejo. No solo tuve
hijos sino que hasta llegué a tener nietos. Y un día volví a la bella Buenos
Aires. No me fui a Haedo, sino al centro, casi San Telmo. Desde mi sexto piso
veía solo edificios y, más allá de ellos adivinaba Puerto Madero y el Río de la
Plata. Esa vez sí llevé mi viejo guijarro con la intención de probar si
conservaba su poder mágico. Una noche, bien por encima de las luces callejeras,
apunté hacia el oriente, y apreté el guijarro. Aquella torre de quince pisos
salió de su penumbra y en el infinito archivo de recuerdos me encontré niño en
el mirador de la Marijuana. Pero mi mamá ya no me llamaba para dormir.
Hermosos cuento para ser ilustrado
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