jueves, 3 de agosto de 2017

Autocrítica de "Tabaré" Juan Zorrilla de San Martín IV

Imagen tomada de Internet
                          IV
    Bien recuerdo las influencias que obraban en mi espíritu cuando escribía mi agradecido poema. Nada me ha causado mayor alegría que el verlas descubiertas por la crítica magnánima: es esa una satisfacción parecida a la que uno experimenta cuando oye decir que se parece a su padre. Es grato, dígase lo que se quiera, ser hijo de algo, de padre conocido, de vieja y notoria estirpe. Maurice Barrés, que es a quien debe TABARÉ el mayor elogio recibido, vió en él la estirpe de Dante, l'allure du Dante, dice; Juan Valera fué quien advirtió muy bien la influencia del barón Munch-Belinghansen, el poeta austriaco que escribía con el pseudónimo de Federico Halm; otros han creído descubrir otros parentescos. Y para que mi pequeña obra no carezca de lo que tienen las grandes, no le ha faltado un buen crítico denigrante, que se ha dado un trabajo penoso, digno de Avellaneda, el matador literario del manco Cervantes, para demostrar que todas esas influencias no son otras cosas que plagios de tomo y lomo.
    Dice Plutarco: "Se debe ir a buscar la luz al hogar ajeno; pero no demorarse mucho en él, sino encender lo más pronto posible la propia antorcha".
    Todo es asunto de ver si yo me he demorado más de lo regular en las casas ajenas, cuyas puertas están abiertas de par en par para todo el mundo.
    No son difíciles de percibir, por cierto, las luces que me alumbraban al escribir TABARÉ; las de Dante se distinguen, claras como un día de sol; las reminiscencias de Shakespeare parecen escritas en mis versos con tinta roja o azul; bien fáciles de tocar con la mano son las influencias de Homero y Esquilo, que yo deletreaba con pasión, o adivinaba en traducciones deplorables; nada digamos las de los clásicos castellanos, las de Cervantes sobre todo, que yo me sabía de memoria. ¿Y quién, que tenga ojos, deja de ver, como las vió Valera, no sólo las de mi Gustavo Adolfo Bécquer, geniecillo amable y querido, despertador de mi adolescencia poética, sino también las fortísimas de Goethe y Schiller y Ossian, que hacían resonar mi recién nacido corazón, como un escudo, con los golpes de sus verbos inauditos, y comenzaban a estirpar, en mi vocabulario, los adjetivos afónicos de la retórica? ¡Vaya usted a saber las flores de que la abeja forma, en su laboratorio, la miel de su vida!
    Entre esas voces que me llamaron, hay una, la de Dante, que es la que ahora me viene a cuento, porque nos aclara el concepto que dejé pendiente sobre quién ha de hablar en el libreto. Me encuentro con un canto de TABARÉ, el primero del último libro, que está sugerido, todo él, por algunos tercetos de la DIVINA COMEDIA: por aquellos tan conocidos del canto XIII del Infierno, en que el poeta, conducido por Virgilio, se encuentra con los condenados por suicidas. Están allí convertidos en árboles nudosos, de ramas y troncos epilépticos, en los que se posan las repugnantes arpías, de mirada humana. Se oyen voces y quejidos; pero no se ve a nadie. El Grande italiano, a indicación del latino, su maestro y guía, rompe una rama del que cree árbol insensible, y sale sangre, y el árbol grita: ¿Por qué me lastimas? ¿No tienes instinto alguno de piedad?

                                                               ...Perche mi scerpi?
                                                  ¿Non hai tu spirto di pietate alcuno?

    

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