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La fábula de mi poema, como como concebida que fue a los veinte años, es infantil; tan infantil como su versificación, llena de candores e ingenuidades, que hoy no escribiría, por cierto, pero que me parecen en extremo amables y dignas de indulgencia, como si lo fueran de un niño que vivió conmigo, y a quien yo quise con predilección.
Los cinco personajes del quinteto clásico, el tenor, la soprano, etc., etc., se distinguen perfectamente, me parece, en aquella fábula. Se escucha también en ella los dúos de amor, que son de orden, según se ve, por ahora; los concertantes polífonos; los cantos guerreros o crepusculares; los coros de soldados y de salvajes, y lo demás. Pero, ¿qué se puede hacer con todo eso que no sea muy vulgar?
Como pensara en ello, se me aparecieron, reclamando su puesto en el cuadro escénico, los otros personajes de TABARÉ: los productores de la interna melodía que precede a la idea concreta, verdaderos cantantes; la voz del río y de la llanura, que dice France; la idea que los artistas no tuvieron, pero que debemos atribuirles, si hemos de comprenderlos como es debido. Esos personajes, que no son de carne y hueso, figuran en el poema, sin embargo, y deben encontrarse en el libreto.
Estarán en la ópera, se me dice; sonarán todos ellos; pero para eso está la orquesta, con sus riquezas de instrumentación, cuerda, metal, madera; hasta ruidos, si se quiere.
Pues bien: he aquí el problema. Yo creo que nó; que no ha de ser en la orquesta, sino en la escena misma, donde esos personajes, el árbol, el grillo, el camalote, el lirio, la hoja seca, deben hablar. Conviene, y es preciso para explicar eso, que conozcamos algo de la generación o genealogía literaria de TABARÉ.(Continuará...)
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