El peso de una maldición
Autora: Olga Bertinat de Portillo
Autora: Olga Bertinat de Portillo
Dorotea se
sorprendió al verlo. Estaba sentado en su hamaca de algodón entre lienzos; clandestino
bajo el mosquitero raído; y su
extraña figura pareció desdibujarse
a través del tejido, mientras ella, con curiosidad de primeriza intentaba descifrarlo
desconfiada e incrédula.
Distinguió sus
largos cabellos negros, que caían lánguidos a ambos lados del rostro incomprensible,
pero no consiguió ver sus ojos. Deseó comprender los brazos y las piernas pero
su nerviosismo dejó entrever apenas una
masa corporal inconsistente y deforme.
-Hace 30 años que
vive con nosotros- dijo Francisca mientras meneaba la hamaca, que al moverse hizo que el engendro lanzara un chillido asustador como el de un cerdo que
huye despavorido de la piara. Dorotea fingió calma, pero en el fondo de su ser,
la extraña criatura la perturbó y
despertó en ella temores secretos.
Hacía poco menos
de un año que se había casado con Jorge, su primo hermano. Cuando la familia supo que había formalizado ante el juez y a
escondidas la unión incestuosa, la echó de la casa. Entre gritos, la madre había sentenciado:
-Engendrarás hijos
deformes.
Dorotea llevaba consigo el eco de esa maldición; y el temor a los hijos contrahechos se le había metido en
las venas. Ahora que estaba embarazada, la duda y el miedo habían crecido porque
había visto a ese ser monstruoso que le causaba terror: La casualidad o el
destino la habían acercado a ese lugar.
Luego del percance familiar, Dorotea y Jorge
abandonaron Puerto Rosario; apenas con algunos cachivaches y montados a caballo
se dirigieron a San Pedro transitando caminos más cortos, cruzando divisas y
piquetes, hasta que llegaron al rancho
de horcones sombríos. Entonces
decidieron apearse para abrevar a los caballos y quitarse el polvo que
les cubría el rostro. Fue así como
conocieron al ser extraño; también a Francisca y a Indalecio, retireros[1] de una estancia, que con amabilidad extrema, les convidaron con
galletas y cecina. Dorotea comió con hambre y enseguida Francisca supo que
estaba embarazada:
-Estás pálida y
ojerosa-le dijo.
Francisca era una
mujer enjuta, de cabellos grises y de
mirada profunda; rondaba los cincuenta y cinco, pero los surcos de su
rostro denotaban una vejez prematura propia de las mujeres de campo.
Indalecio era angosto
de hombros, tenía una figura esquelética y encorvada. Su boca exponía una
sonrisa de encías rosadas y carnosas. Aparentaba ser más joven que Francisca.
Entre quehaceres y
pláticas fueron desfilando las horas y llegó la tardecita. Francisca le propuso al joven matrimonio que
pasara la noche con ellos en el rancho.
-Colocaré las
hamacas en los horcones. Hace calor.
Jorge complacido, aceptó. Dorotea temerosa permaneció en silencio. El engendro le daba
miedo, pero no dijo nada.
La noche fue
arrimándose lenta y perezosa. Francisca
colocó la olla de hierro en el fogón y
preparó cecina con arroz. Mientras se
ocupaba de servir la cena, los gemidos del engendro se escuchaban de a
ratos y retumbaban en el mutismo de la noche.
De repente la voz
de Indalecio sonó enflaquecida:
-Lo encontramos en el albañal de San Pedro. Es nuestro hijo desde hace 30 años.
-Lo encontramos en el albañal de San Pedro. Es nuestro hijo desde hace 30 años.
-Es nuestro único
hijo-aseveró Francisca al momento que tapaba la olla.
-Se llama Ramón
porque lo encontramos el 31 de agosto, día del Santo Patrono -expresó Indalecio
y prosiguió-parecía un pollito enfermo envuelto en una bolsa de harina cuando
lo levanté del suelo.
-En aquella época
éramos carriteros[2] y mientras recorríamos
el vertedero escuchamos un gemido que
provenía de un montículo de basura. Estaba enrolladito, colocado sobre los
desperdicios.
-Desde ese día es
nuestro-dijo Francisca orgullosa.
Dorotea en su juventud no alcanzaba a comprender la
magnitud del amor que Francisca e Indalecio sentían por la criatura. Jorge, por
su parte, escuchaba atento el relato, pero no lo vivenciaba en plenitud ya que
en sus pensamientos la idea fija de conseguir un empleo y de mantener a Dorotea eran para él lo primordial
y la realidad ajena escapaba a su comprensión.
La charla
prosiguió hasta que Francisca arropó a Ramón y llevó a los jóvenes hasta las
hamacas donde dormirían.
Jorge se acostó y
se durmió enseguida. Dorotea dio
vueltas, escuchó cantos de grillos y de gallos. Le pareció que le cantaban en
el oído. Tuvo pesadillas, sintió dolores de parto y despertó sudorosa; de un
salto sacudió a Jorge que moviéndose asustado la abrazó. Ella se dio cuenta de que
todo no pasaba de una alucinación,
entonces se tranquilizó pero ya no volvió a su hamaca ni a dormirse. Se
acurrucó al lado del marido hasta que las primeras luces la alumbraron pálida y
despeinada.
Bien temprano, Francisca
preparó cocido[3] y lo sirvió con reviro[4]. La criatura lanzó
un chillido y la mujer metió un jarro por debajo del mosquitero. Dorotea observaba atenta y escuchó cómo
sorbía el líquido con ruidosa agitación.
-Ramoncito, che memby[5]… ¿Cómo amaneciste?
-preguntó Francisca amorosa. Éste pareció responder con un gritito ronco que
sobresaltó a Dorotea.
Cuando terminaron
el desayuno Jorge ensilló los caballos y decidieron proseguir el viaje. Le
agradecieron a Francisca e Indalecio por
la comida y por acogerlos en el rancho. Se despidieron y tomaron el
camino que les había indicado Indalecio:
-Hoy a la
tardecita llegarán a San Pedro; siguiendo por este rumbo van por camino seguro.
Dorotea y Jorge levantaron
los brazos en señal de despedida, sabiendo que marchaban hacia una nueva vida; y que el futuro comenzaba al final del camino.
Cuando llegaron a
San Pedro la tarde comenzaba a despedirse y los rayos del sol alumbraban enflaquecidos.
A los pocos días de haber llegado Jorge encontró
trabajo en la estancia “El rosedal”, allí comenzó a trabajar de peón y llevó
consigo a Dorotea, a quien el embarazo la tuvo a maltraer durante los seis
primeros meses. Además de los vómitos y de los dolores de cabeza, una idea fija
la atormentaba y no conseguía apartarla de sí. Recordaba a Ramón, y su figura
deforme le aparecía en sueños. Ella al despertar decía para sí:
-Son zonceras, mi hijo nacerá sano y hermoso.
Doña Porfiria era
la partera del lugar, la que ayudaría a Dorotea a tener al niño. Vivía cerca de
su rancho. Eso la tranquilizaba un poco.
Una tarde,
mientras Jorge se encontraba arreando un lote de animales, lejos de la estancia,
Dorotea sintió los dolores del parto.
Tomó el bolsón con las ropitas del niño y caminó hasta el rancho de la partera.
La noche cayó urgente entre truenos y relámpagos que dibujaban en el cielo figuras tétricas.
-El mal tiempo
siempre apura a las parturientas-dijo Doña Porfiria mientras preparaba una palangana de
agua tibia.
Enseguida una
lluvia torrencial comenzó a caer impiedosa sobre las tejuelas de timbó[6] del rancho, que
comenzaron a escurrir una lluvia fría y rápida sobre los tirantes cargados de
hollín.
Los gemidos de
Dorotea fueron silenciados por el estruendo de la tormenta y la voz de la
partera sonaba lejana entre fragores y
el repiquetear de la lluvia:
- ¡Ya viene!
En el último pujo,
el bebé emergió presuroso y el agotamiento extremo de Dorotea hizo que ésta
sufriera un desmayo momentáneo; tiempo suficiente para que Doña Porfiria
cortara el cordón del niño y lo envolviera en una manta de lienzo. Cuando
Dorotea despertó del trance miró al bebé y el temor arcano de la maldición de
su madre se reflejó en sus ojos cargados de terror y lanzó un grito que se
confundió con los sonidos groseros de la noche tempestuosa:
-¡Noooo!
De un salto
abandonó la cama y con el hijo en brazos corrió despavorida noche adentro, ante
la mirada estupefacta de la partera que boquiabierta observaba el hilo de
sangre que se despintaba bajo las
heladas gotas de lluvia. Un alarido se retiró con ella:
-¡Nadie va a
burlarse de ti! ¡Nadie!
Doña Porfiria salió
corriendo detrás de Dorotea pero ésta se perdió en la negrura de la noche,
alumbrada de a ratos por relámpagos encandiladores. No la halló por ningún lado
y la lluvia no cesó durante horas.
Jorge llegó con el
amanecer. Doña Porfiria aún incrédula y asustada por lo sucedido, relató
acongojada los pormenores del hecho. Jorge
apresurado y temiendo lo peor, salió con un grupo de baqueanos a buscar a su
esposa en la gélida mañana de julio.
A pocos kilómetros
del rancho la encontraron acurrucada con el hombro apoyado en un árbol. Tenía
los ojos abiertos y vidriosos. Estaba pálida. En sus brazos rígidos, el niño
envuelto en la manta mojada gemía
pausadamente. Jorge con aprensión lo tomó entre sus brazos y al descubrirle el
rostro y el cuerpo comenzó a sollozar.
-Es una nena. Es
hermosa -dijo.
¡Dorotea inerte al
borde del camino! Los ojos muy abiertos
escudriñan aún la noche del terror. Dorotea
fría y rígida parece observar a su hija a través del espejo de la muerte.
El temor arcano ya
no existe, se ha marchado diligente; y en su huida arrastró a Dorotea a ese espacio donde la existencia deja de ser.
Se la ha llevado a ese territorio enigmático y postrero al que ineludiblemente
se dirigen todos los mortales.
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