El peso de una maldición*
Por Olga Bertinat de Portillo
*2do premio 18º Concurso de Cuentos Club Centenario 2012
Dorotea se sorprendió al verlo.
Estaba sentado en su hamaca de algodón entre lienzos; clandestino
bajo el mosquitero raído; y su
extraña figura pareció desdibujarse
a través del tejido, mientras ella, con curiosidad de primeriza intentaba descifrarlo
desconfiada e incrédula.
Distinguió sus largos cabellos
negros, que caían lánguidos a ambos lados del rostro incomprensible, pero no
consiguió ver sus ojos. Deseó comprender los brazos y las piernas pero su
nerviosismo dejó entrever apenas una
masa corporal inconsistente y deforme.
-Hace 30 años que vive con
nosotros- dijo Francisca mientras meneaba
la hamaca, que al moverse hizo que el engendro lanzara un chillido asustador como el de un cerdo que
huye despavorido de la piara. Dorotea fingió calma, pero en el fondo de su ser,
la extraña criatura la perturbó y
despertó en ella temores secretos.
Hacía poco menos de un año que se
había casado con Jorge, su primo hermano. Cuando la familia supo que había formalizado ante el juez y a
escondidas la unión incestuosa, la echó de la casa. Entre gritos, la madre había sentenciado:
-Engendrarás hijos deformes.
Dorotea llevaba consigo el eco de esa maldición; y el temor a los hijos contrahechos se le había metido en
las venas. Ahora que estaba embarazada, la duda y el miedo habían crecido porque
había visto a ese ser monstruoso que le causaba terror: La casualidad o el
destino la habían acercado a ese lugar.
Luego del percance familiar, Dorotea y Jorge
abandonaron Puerto Rosario; apenas con algunos cachivaches y montados a caballo
se dirigieron a San Pedro transitando caminos más cortos, cruzando divisas y
piquetes, hasta que llegaron al rancho
de horcones sombríos. Entonces
decidieron apearse para abrevar a los caballos y quitarse el polvo que
les cubría el rostro. Fue así como
conocieron al ser extraño; también a Francisca y a Indalecio, retireros[1]
de una estancia, que con amabilidad
extrema, les convidaron con galletas y cecina. Dorotea comió con hambre y
enseguida Francisca supo que estaba embarazada:
-Estás pálida y ojerosa-le dijo.
Francisca era una mujer enjuta,
de cabellos grises y de mirada profunda;
rondaba los cincuenta y cinco, pero los surcos de su rostro denotaban una vejez
prematura propia de las mujeres de campo.
Indalecio era angosto de hombros,
tenía una figura esquelética y encorvada. Su boca exponía una sonrisa de encías
rosadas y carnosas. Aparentaba ser más joven que Francisca.
Entre quehaceres y pláticas fueron
desfilando las horas y llegó la tardecita. Francisca le propuso al joven matrimonio que
pasara la noche con ellos en el rancho.
-Colocaré las hamacas en los
horcones. Hace calor.
Jorge complacido, aceptó. Dorotea temerosa permaneció en silencio. El engendro le daba
miedo, pero no dijo nada.
La noche fue arrimándose lenta y
perezosa. Francisca colocó la olla de hierro en el fogón y preparó cecina
con arroz. Mientras se ocupaba de servir
la cena, los gemidos del engendro se escuchaban de a ratos y retumbaban en el mutismo
de la noche.
De repente la voz de Indalecio
sonó enflaquecida:
-Lo encontramos en el albañal de San Pedro. Es nuestro hijo desde hace 30 años.
-Lo encontramos en el albañal de San Pedro. Es nuestro hijo desde hace 30 años.
-Es nuestro único hijo-aseveró
Francisca al momento que tapaba la olla.
-Se llama Ramón porque lo
encontramos el 31 de agosto, día del Santo Patrono -expresó Indalecio y
prosiguió-parecía un pollito enfermo envuelto en una bolsa de harina cuando lo
levanté del suelo.
-En aquella época éramos carriteros[2]
y mientras recorríamos el vertedero
escuchamos un gemido que provenía de un montículo de basura. Estaba enrolladito,
colocado sobre los desperdicios.
-Desde ese día es nuestro-dijo
Francisca orgullosa.
Dorotea en su juventud no alcanzaba a comprender la
magnitud del amor que Francisca e Indalecio sentían por la criatura. Jorge, por
su parte, escuchaba atento el relato, pero no lo vivenciaba en plenitud ya que
en sus pensamientos la idea fija de conseguir un empleo y de mantener a Dorotea eran para él lo primordial
y la realidad ajena escapaba a su comprensión.
La charla prosiguió hasta que
Francisca arropó a Ramón y llevó a los jóvenes hasta las hamacas donde
dormirían.
Jorge se acostó y se durmió
enseguida. Dorotea dio vueltas, escuchó
cantos de grillos y de gallos. Le pareció que le cantaban en el oído. Tuvo
pesadillas, sintió dolores de parto y despertó sudorosa; de un salto sacudió a
Jorge que moviéndose asustado la abrazó.
Ella se dio cuenta de que todo no pasaba de una alucinación, entonces se tranquilizó pero
ya no volvió a su hamaca ni a dormirse. Se acurrucó al lado del marido hasta
que las primeras luces la alumbraron pálida y despeinada.
Bien temprano, Francisca preparó cocido[3]
y lo sirvió con reviro[4].
La criatura lanzó un chillido y la mujer metió un jarro por debajo del
mosquitero. Dorotea observaba atenta y
escuchó cómo sorbía el líquido con ruidosa agitación.
-Ramoncito, che memby[5]…
¿Cómo amaneciste? -preguntó Francisca amorosa. Éste pareció responder con un
gritito ronco que sobresaltó a Dorotea.
Cuando terminaron el desayuno
Jorge ensilló los caballos y decidieron proseguir el viaje. Le agradecieron a
Francisca e Indalecio por la comida y
por acogerlos en el rancho. Se despidieron y tomaron el camino que les había
indicado Indalecio:
-Hoy a la tardecita llegarán a
San Pedro; siguiendo por este rumbo van por camino seguro.
Dorotea y Jorge levantaron los
brazos en señal de despedida, sabiendo que marchaban hacia una nueva vida; y que el futuro comenzaba al final del camino.
Cuando llegaron a San Pedro la
tarde comenzaba a despedirse y los rayos del sol alumbraban enflaquecidos.
A los pocos días de haber llegado Jorge encontró
trabajo en la estancia “El rosedal”, allí comenzó a trabajar de peón y llevó
consigo a Dorotea, a quien el embarazo la tuvo a maltraer durante los seis
primeros meses. Además de los vómitos y de los dolores de cabeza, una idea fija
la atormentaba y no conseguía apartarla de sí. Recordaba a Ramón, y su figura
deforme le aparecía en sueños. Ella al despertar decía para sí:
-Son zonceras, mi hijo nacerá sano y hermoso.
Doña Porfiria era la partera del
lugar, la que ayudaría a Dorotea a tener al niño. Vivía cerca de su rancho. Eso
la tranquilizaba un poco.
Una tarde, mientras Jorge se
encontraba arreando un lote de animales, lejos de la estancia, Dorotea sintió
los dolores del parto. Tomó el bolsón
con las ropitas del niño y caminó hasta el rancho de la partera. La noche cayó
urgente entre truenos y relámpagos que dibujaban en el cielo figuras tétricas.
-El mal tiempo siempre apura a las
parturientas-dijo Doña Porfiria mientras
preparaba una palangana de agua tibia.
Enseguida una lluvia torrencial
comenzó a caer impiedosa sobre las tejuelas de timbó[6]
del rancho, que comenzaron a escurrir una lluvia fría y rápida sobre los
tirantes cargados de hollín.
Los gemidos de Dorotea fueron
silenciados por el estruendo de la tormenta y la voz de la partera sonaba
lejana entre fragores y el repiquetear
de la lluvia:
- ¡Ya viene!
En el último pujo, el bebé
emergió presuroso y el agotamiento extremo de Dorotea hizo que ésta sufriera un
desmayo momentáneo; tiempo suficiente para que Doña Porfiria cortara el cordón
del niño y lo envolviera en una manta de lienzo. Cuando Dorotea despertó del
trance miró al bebé y el temor arcano de la maldición de su madre se reflejó en
sus ojos cargados de terror y lanzó un grito que se confundió con los sonidos groseros
de la noche tempestuosa:
-¡Noooo!
De un salto abandonó la cama y
con el hijo en brazos corrió despavorida noche adentro, ante la mirada
estupefacta de la partera que boquiabierta observaba el hilo de sangre que se despintaba bajo las heladas gotas de
lluvia. Un alarido se retiró con ella:
-¡Nadie va a burlarse de ti!
¡Nadie!
Doña Porfiria salió corriendo
detrás de Dorotea pero ésta se perdió en la negrura de la noche, alumbrada de a
ratos por relámpagos encandiladores. No la halló por ningún lado y la lluvia no cesó durante horas.
Jorge llegó con el amanecer. Doña
Porfiria aún incrédula y asustada por lo sucedido, relató acongojada los
pormenores del hecho. Jorge apresurado y
temiendo lo peor, salió con un grupo de baqueanos a buscar a su esposa en la
gélida mañana de julio.
A pocos kilómetros del rancho la
encontraron acurrucada con el hombro apoyado en un árbol. Tenía los ojos
abiertos y vidriosos. Estaba pálida. En sus brazos rígidos, el niño envuelto en
la manta mojada gemía pausadamente.
Jorge con aprensión lo tomó entre sus brazos y al descubrirle el rostro y el cuerpo comenzó a sollozar.
-Es una nena. Es hermosa -dijo.
¡Dorotea inerte al borde del
camino! Los ojos muy abiertos escudriñan
aún la noche del terror. Dorotea fría y rígida
parece observar a su hija a través del espejo de la muerte.
El temor arcano ya no existe, se
ha marchado diligente; y en su huida arrastró a Dorotea a ese espacio donde la existencia deja de ser.
Se la ha llevado a ese territorio enigmático y postrero al que ineludiblemente
se dirigen todos los mortales.
Excelente inicio, desarrollo de la trama y epílogo, con demostración de habilidad narrativa que lleva sutilmente al lector por los caminos intrincados de las ancestrales creencias campesinas potenciadas por los tabúes introducidos al son de las creencias nuevas, mitología guaraní pos conquista como la maldición recaída sobre la doncella Kerana y su relación incestuosa no deseada con Taú. En el epílogo,da muestra de una enorme capacidad de síntesis para sugerir los efectos psicológicos del estigma anida en la mente de una madre primeriza de por sí cargada de dudas en víspera de su primer alumbramiento.Felicitaciones
ResponderEliminarGracias Ovidio por el comentario. Me alegra que le haya gustado el cuento.
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