Foto tomada de Internet |
LA CRIADITA
Francisca llegó a
la escuela con una sonrisa en los labios. Iba al cuarto grado y tenía doce años. Era muy delgada, el pelo lacio y fino y grandes ojos negros. Las ojeras azules resaltaban
aún más su piel blanca y delataban una
infancia humilde de días de hambre; pero
sonreía porque cumpliría su sueño de continuar la escuela.
Como cada año, el primer día de clases era
igual: la algarabía de los niños
correteando en los pasillos, el trajinar de la directora por el patio tratando de poner orden dando golpecitos sonoros con la campanilla: tilín,
tilín y viendo como en un rincón los más
chiquitos lloraban porque no querían separarse de sus madres; en la cantina los más sosegados comían
golosinas y los más grandes conversaban
sobre el tiempo que habían estado separados, cada uno relatando sus anécdotas
vacacionales. Existía un ambiente de camaradería y había motivos para ello: la felicidad del
reencuentro.
Francisca
ansiosa, se frotaba las manos, las metía en los bolsillos del guardapolvo y las
volvía a quitar. Estaba feliz de volver a la escuela que había comenzado en Sapucai,
donde habían quedado sus padres y
hermanitos.
Cuando los niños estaban en el auge de la
bulla, se oyó un sonido estridente que provenía de la dirección y que sobresaltó a
más de uno. Era el aviso de la hora de entrada y los niños fueron llamados a formar
fila; reunidos por grados cada grupo con
su maestra. La directora dio un mensaje breve de bienvenida, cantaron el himno
nacional y luego pasaron a las aulas.
La
maestra de Francisca, la señorita Eladia, era una solterona muy simpática y
bondadosa que esperaba la jubilación desde hacía tiempo, pues ya había cumplido
los años para retirarse y se preguntaba:
“¿Éste será el último?... ¡Dios no lo
quiera!”.
Luego de sentar a
los niños les preguntó sus nombres y
edades y los hizo ponerse de pie para responder. Notó que Francisca era la
mayor del grupo y le cayó en gracia
enseguida. Fue así como la maestra supo que Francisca había venido desde Sapucai a Asunción para
cuidar a los hijos más pequeños de su madrina y para ayudarla en los quehaceres de la casa; a cambio le darían
comida, ropa y podría ir a la escuela.
Los primeros días habían transcurrido
tranquilos y a la niña se la veía bien, pero luego de dos semanas de clases la maestra comenzó a notar que Francisca
bostezaba y que traía las tareas sin
terminar. Además estaba más delgada y
más ojerosa que antes.
-¿Por qué no hiciste las tareas?- le preguntó
la maestra amablemente.
Francisca
miró al piso. Ya no sonreía como el primer día. Dijo que estaba cansada porque el niño más pequeño estaba enfermo y ella
tenía que hamacarlo hasta que se
durmiera.
-Llora mucho.
A partir de ese día la maestra comenzó a
observar a Francisca y vio como la niña se volvía cada vez más callada y
triste. Las tareas sin terminar delataban que algo andaba mal y entonces decidió
llamar a la madrina.
El lunes a la hora señalada llegó la
señora. Su rostro denotaba cierta irritación y con tono prepotente se dirigió a
la señorita Eladia diciendo:
-¿Para qué me hizo venir? ¡Si es por Francisca
pierde el tiempo! ¡Es una haragana!
La
maestra tratando de ocultar su desagrado por la falta de cordura de la señora,
intentó apaciguar el momento y le respondió con palabras sensatas:
-Estoy preocupada por la niña. Ella no cumple con las tareas y además la noto muy cansada y pensativa. Me dijo que uno de los niños
estuvo enfermo y que lloraba mucho.
La
señora dio un salto y refutó:
-¡Es una mentirosa! ¡Querés hacerle un
favor y así te paga!
La
maestra se sorprendió al percibir el resentimiento de la mujer, que hablaba de
su ahijada con cierta aversión y rabia. Con aparente serenidad la maestra le dijo que tratara de ayudar a la
niña, que no dejara que se le acumulen las tareas de la clase porque le sería muy difícil pasar de grado si no la ayudaba.
La
señora se levantó y se dirigió a la puerta y antes de salir dijo:
-¡No se meta, esto no es asunto suyo!
Al día siguiente Francisca no fue a la
escuela. La maestra se preocupó, pero
sabía que la niña había estado engripada y pensó que quizás por eso no había venido.
Pasaron varios días y entonces Francisca
apareció. Se sentó en un rincón de la clase y sus ojeras ya no eran azules, eran
rojizas; se notaba que había estado llorando. La maestra, mientras los niños
copiaban la tarea del pizarrón, trató de sonsacarle algo. La niña miraba al
piso en silencio. Y antes de que volviera a preguntarle cosa alguna, se levantó
el guardapolvo y le mostró las marcas rojizas que tenía en las piernas dejadas por un cable o por una rama de guayabo.
-¡Dios mío!-exclamó la maestra.
Francisca
dijo pausadamente:
-Fue por el hijo mayor que es cadete...y la
señora no es mi madrina…yo le mentí maestra, porque me gustaba tener una
madrina...
La
maestra se quedó callada y se le hizo un nudo en la garganta. Después de tantos
años de magisterio conocía de memoria este tipo de historias crueles; la mayoría de las veces
con desenlaces dolorosos.
-Lo único que quiero es terminar la
escuela.
Se
hizo un silencio largo y en ese momento la directora irrumpió en el aula.
-Necesito
hablar con usted, señorita Eladia-dijo.
La
maestra siguió a la directora hasta su despacho y ésta enseguida le contó las novedades:
-Llegaron
los documentos de su jubilación…después de tantos años me imagino que se pondrá
feliz de saberlo ya que partir de ahora podrá dejar la escuela
definitivamente…su reemplazante ya fue nombrada por el Ministerio.
La
maestra quedó paralizada, fue como si le hubiesen derramado un balde de agua
fría. Si bien esperaba la noticia desde hacía tiempo, no hubiera querido
recibirla.
-La hora de dejar a los niños llegó, muy a mi
pesar-dijo- y salió del despacho de la directora con un desasosiego que le
oprimía el corazón.
Al
volver al aula, sin alegría anunció a sus alumnos que ya no sería la maestra. Todos aplaudían y gritaban: -¡Chau maestra, chau maestra! menos
Francisca que en el rincón lloraba tristemente.
Unos días antes de apartarse
definitivamente de su cargo, la señorita Eladia le rogó a la directora que vigilara a Francisca, le dijo que interviniera
si fuese necesario pues la niña requería protección. Luego de realizar los trámites burocráticos pertinentes
dejó la escuela para siempre y se marchó a vivir a su pueblo natal, Caraguatay, donde tenía
parientes y con los ahorros de toda la
vida había comprado una casita de material.
La
directora le había prometido que tendría en cuenta el encargo y que le
comunicaría a la nueva maestra la
situación de Francisca para que estuviera al tanto y que la apoyase en caso ineludible.
La señorita Eladia se fue con la
tranquilidad de que sus colegas harían lo mejor por la niña, sin embargo con el
ajetreo de los días, las reuniones de
padres, las jornadas de capacitación de
profesores y los niños traviesos, se les
olvidó Francisca. Nadie la volvió a recordar.
Y Francisca deambula por las vías de tren
que bordean Sapucai; camina pensativa pisando los rieles y a veces pega saltitos en una pierna sobre los durmientes. Dejó
la escuela hace unos meses. La señora la trajo de vuelta… A los padres les dijo: -“Hubo problemas con mi hijo mayor
que está en el Cimefor”; y con cierta
frialdad les entregó un paquete que contenía doscientos mil guaraníes y unas
ropitas usadas de criatura.
Y el
vientre de Francisca crece ínfimamente pues el hambre azota. El niño que lleva en sus
entrañas lo siente y de las tripas hace
brotar su rumor inconfundible.
Y ella sueña con los cuadernos y piensa que algún día volverá a la escuela.
Sueña también con una madrina buena y que come un plato de guiso con un pedazo de pan.
* Cuento que obtuvo la Tercera Mención en el Concurso de Cuentos Elena Ammatuna 2016